martes, 10 de enero de 2012

¡Oh Dios meo!

Mi esposo salió por cigarrillos el día que decidió dejar de dejar de fumar. De eso hace ya unos veinte años y aún no ha vuelto.
Solo una vez me habló un poco de la cuenta que tenía pendiente con el hombre que lo surtía con la cocaína que vendía.
Muchas veces rompió el silencio de la sala de estar con las palabras “si algo llegara a pasarme” para luego quedarse pensativo e irse sin terminar la frase.
Dejó aquí su celular y perdí todo contacto con él. Aún si alguien tratara de enviar un mensaje de texto a ese número no serviría de nada, pues la garantía del aparato había vencido desde el dos mil siete.
Todos los amantes que tenía terminaron viviendo bajo mi techo. Antes acostumbraban venir a distintas horas del día y salían por la ventana cuando escuchaban a mi esposo aparcando el coche en el garaje o, a última instancia, cuando giraba la llave dentro de la cerradura de la puerta de enfrente.
Todos los hombres que han venido a verme se llevan de maravilla. Como miembros de un mismo equipo, todos aspiran en conjunto a profanar mi lecho nupcial por el resto de sus vidas o hasta que los reemplace alguien más.
Pobre Marcus. A sus veinte años sigo enviando a mi niño a su habitación siempre que paso la noche con un desconocido. Me preocupa lo que podría planear un muchacho que creció sin su padre, encerrado solo en su habitación.