domingo, 19 de febrero de 2012

Un mundo afectivo más fuerte

No hubo sobrevivientes tras la explosión en el Madison Square Garden. Era 1968 y la Guerra Fría estaba en su apogeo. Aún así nadie esperó jamás que algo así llegara a pasar. 
Los primeros avisos oficiales del evento empezaron a tapizar las ventanas de las disqueras dos meses atrás y de forma apresurada. No se dio ningún tipo de información acerca de los géneros que iban a tocar en el concierto, mucho menos se sabía qué bandas iban a presentarse en el lugar. Aún así, los rumores no dejaron de circular entre las tiendas de los patrocinadores y los niños ricos que sin duda asistirían. La posible presencia de The Who, The Doors, The Kinks y otros “the´s” estuvo en boca de tantos que, aún cuando se viera como algo imposible de realizar, dentro del imaginario de los adolescentes neoyorquinos se gestó una visión que superó por mucho al Woodstock que ninguno de ellos llegaría a ver.
Durante los primeros días en que los boletos salieron a la venta, nadie podía creer que fueran tan accesibles, de hecho, fue del todo imposible para los jóvenes, padres y publicistas concebir la idea de que no hubiera diferencia económica entre una entrada a la zona preferencial y un asiento numerado en las gradas. La intención era que la gente llegara corriendo hasta el frente del escenario para llenar el estadio a como diera lugar.
Aún si hubiera quedado algo más que los restos apenas reconocibles del recinto y los miles de cadáveres jóvenes esparcidos por el lugar, los oficiales no habrían aclarado nada. Ni pólvora, ni tnt ni señales de radiación. Si algo desapareció por completo tras la explosión fueron las pistas de su origen.
Al día siguiente, a las catorce horas con cuarenta y cinco minutos hora del centro, el presidente Johnson dio un comunicado en el que marcó como oficial la tregua con la Unión Soviética y su apoyo hacia los afectados en Square Garden, mientras invitaba al pueblo estadounidense a mantenerse fuerte ante los ataques de los enemigos “no de la nación, sino de todos los seres humanos, ante los que vale la pena recordar que las alianzas serán siempre claras a la hora de preservar la vida en la Tierra”.
Los noticieros del mundo estaban al tanto, informaban y discretamente transmitían imágenes de los hombres del ejército extrayendo cadáveres o levantando escombros. Sin duda en algún lugar se erigiría un monumento para recordar a las víctimas o para invitar a la unión de los pueblos.
Una presentadora de noticias negra sostenía sus notas y leía en voz alta los nombres de las jóvenes víctimas que habían sido identificados hasta ese momento: Melany Riggins, originaria de Indianápolis. Samuel Reynolds de veintidós años y su esposa Anette. Jessica Blake con aproximadamente tres meses de embarazo. Steven O´Hara, Bradley Rollins y David Estebes, miembros de Sweet Dopamine, la última banda que tocó antes del incidente y que era también la única debutante.  
Las fuerzas terrestres del Ejército Popular de Corea guardaban un minuto de silencio. Miles de nuevos adeptos encendían velas a lo largo y ancho del Rizal Memorial. Un hombre con indumentaria dorada y violeta de la antigua Grecia veía éstos y otros indicios de paz mundial a través de pantallas en el tablero de control de una base secreta en la Antártida.
El abrazo de Johnson y Podgorny, el comunicado apocalíptico del Papa y la quinta repetición de las imágenes de los muertos en Square Garden fueron el telón de fondo cuando el hombre exclamó con las manos en alto:
- ¡Sí! ¡He salvado al mundo! 

lunes, 6 de febrero de 2012

Otro Wakefield

Los acontecimientos que toman lugar en esta historia son ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Después de veinte años de ausentarse de su hogar (y sin que esto se debiera a asuntos que estuvieran totalmente fuera de su control), el hombre subió los escalones del pórtico y se plantó frente a la puerta mientras su mano alcanzaba el picaporte.
Se limitó a acariciar la esfera deformada de estilo victoriano hasta preguntarse qué estaba haciendo allí. No es que se sintiera avergonzado de volver como si nada a su vieja casa después de una partida tan abrupta y prolongada. No le preocupaba la visión de estar frente a su esposa en un interrogatorio de una sola pregunta cuya única salida reside en la verdad. Lo que más temía era que la puerta de enfrente estuviera cerrada.