viernes, 28 de septiembre de 2012

Los viajes irrealizables


En aquellos días viví el amor en tiempos de viajar con mi esposa, justo cuando logré despertar la cólera del doctor Lácides Olivelia, siendo entonces su discípulo más amado.
                Por supuesto, el mundo era más grande entonces. Olivelia no solo nos invitaba constantemente a visitar México, con todas sus selvas libres de guerrillas y los ríos subterráneos, sino que además insistía en que esa tierra tenía un solo tipo de clima, para el cual era necesario vestir de lino blanco, con chaleco, sombrero flexible y botines de cordobán.
                Desde que quedaron atrás los años tormentosos, ésos en los que vi mis primeras armas, fue muy agradable para mí dedícame a esos almuerzos con mi familia, en esos lugares que el doctor se empeñaba en defender como “los mágicos de México”.
                No hay que olvidar que sé realmente poco acerca de las culturas del mundo. Nunca tuve maestros egipcios, pero tuve la oportunidad de estudiar los efectos del hexámetro yámbico en la métrica lírica clásica gracias a unos amigos griegos, a la vez que éstos me presentaron a quienes me instruyeron lo mejor posible en cuanto a romanos se refería. Si de por sí esto es ya motivo de vergüenza, debo sumar el hecho de que nunca pude aprender nada que tuviera que ver con los olmecas.
                Siendo instruido por mi abuelo, por el doctor Olivelia y por hombres aún más viejos desde muy chico, no me explico cómo es que llegué a escuchar siquiera palabras como “azteca”, “purépecha” o “maya” durante mis años de formación profesional en la Escuela de Medicina.
                A pesar de haber divagado durante toda la conversación con estos pensamientos, la verdad es que no debían estar demasiado fuera de lugar, pues cuando la estrambótica risa y un manotazo en la mesa por parte de Olivelia me regresaron al comedor de su casa de verano donde estábamos sentados, pude escuchar cómo el doctor dictaba sentencia:
                – No va a faltar aquí algún loco que le dé una oportunidad a su amado México.  

Tiempo


Es verdad
la tristeza viene del consuelo
Sí, ahí, donde caminan los amantes

Sonará extraño, pero por momentos el sol se muda
y las mudanzas matan
La luz también cambia
–y los amores– conforme toca a las imágenes
Y sí, al final también las mata

Y al pie de tu ventana el dulce anhelo vuelve
siempre que se pueda llenar
de llanto al aire

domingo, 2 de septiembre de 2012

Crónica paratemporal de un conquistador español (fragmento)

CAPÍTULO I
EN DONDE SE HABLA DEL MODO EN EL CUAL ME EMBARQUÉ HACIA EL NOVO MONDO E TERMINÉ EN LA TIERRA DELLOS ASÍ LLAMADOS ZAPOTECAS, QUE ME DIERON CAZA HASTA UN SITIO EN DONDE HALLÉ UN BELLO FUENTE DONDE DESCUBRÍ CUÁN CURIOSOS E VARIADOS ERAN ESTOS INDIOS EN APARIENCIA, E CÓMO SE DABAN LAS RELACIONES ENTRE CASTAS GRACIAS A UN JUEGO DE ÑIÑOS

Con la intención de seguir con el sometimento dellos indios en nombre de Dios Nuestro Señor, fui encomendado por parte del Rey a las Indias que todavía no habían sido conquistadas, quiero decir, aquellas que se encuentran más al norte della llamada México-Tenochtitlán, puesto que, hasta ahora, las misiones franciscanas de evangelización se habían fecho desde la costa della Vera Cruz hasta México-Tenochtitlán e de allí hacia las tierras del sur, dejando descuidadas al restos dellas tierras.
            Íbamos yo e el resto della armada al frente de un grupo de frailes e artesanos para auxiliarlos en su marcha, pues tenían por objetivo el de poner los cimentos de una villa en el corazón della estepa, hasta que un mal día fuimos atacados por una tribu destos salvajes que planeábamos rescatar pero que aún así aferrábanse a lo opuesto. Hoy presumo tratábanse de aquellos que llaman zapotecas e que estaban en contra de Hernando Cortés tal e como estuvieron los que se interpusieron en la toma della México-Tenochtitlán.  
            Logré escapar destos salvajes corriendo entre la maleza, viendo pequeñas chozas de cal, e de piedra, e de hojas de palma, cuando de pronto tropecé en mi carrera e caí de bruces en u sitio despejado e sin árboles. El sol daba claro en el cielo, e pese a todas las crónicas que había leído durante el viaje en barco desde mi salida desde el puerto de Palos hasta la costa desta tierra, no fue esto suficiente para que pudiera dar crédito a lo que mis ojos cateaban. Bajo el mesmo sol ardiente en el que hallábase la selva había un fuente como traído desde la lejana Persia e que emanaba agua a través de pequeñas estatuas que había en su interior e que asemejábanse sobremanera a cuerpos humanos diminutos.
            Acerquéme para ver mejor aquel fuente e de pronto advertí que había gente al otro lado deste. De inmediato temí que fueran los mesmos indios que hacía poco habíanme querido dar caza e me escondí dellos detrás del ya mencionado fuente, pero luego advertí que estas gentes no hablaban en susurros como facen los que quieren pasar sigilosos para no asustar a aquel que es perseguido, sino que hablaban muy fuerte e daban voces e risotadas como si de hecho halláranse en cosa de mucho gozo e deleite. Pronto reconocí voces como de niños e doncellas e quedóme claro que no podían tratarse de guerreros.
             Salí fuera de mi escondite para poder catar de dónde provenían esas voces e créanme que cosa igual no había sido cateada por ojos humanos antes. Allí estaba, como era de esperarse, un grupo alegre de indios, pues pensé que no podían ser otra cosa estando tan tranquilos en medio desta tierra inhóspita.
            Como ya he dejado dicho más arriba, había leído varias crónicas que inclusive no habían pasado por la imprenta de Castilla, e todas describían a los indios como seres humanos en pariencia, pero con la tez oscura, no como la dellos esclavos aborígenes provenientes del África, sino que asemejábanse más a los moros, pero como unos que nunca antes havíanse visto. Sabrán entender entonces mi reacción al catear lo que mis ojos catearon entonces, e sabrán de igual modo que, siendo yo enviado como un auxiliar dellos representantes de Dios en la tierra, el mesmo Dios no dejárame mentir.
            Digo pues que en ese fuente hallavanse, no estos indios que describí ni cosa semjante, sino que eran indios de tez blanca como la de cualquier fijo de un monarca inglés o francés e inclusive napolitano. Lo sé decir e más aún, me atrevo a dar fe con mi sello en lo que aquí escribo porque estoy convencido de que no existe modo en el cual yo cateara mal a aquellos infantes, puesto que estaban casi desnudos, tal e como lo han dejado dicho ya una infinidad de veces los cronistas detrás de mi. E sus prendas eran delgadas e escasas, de muy vivos colores azules e rojos e verdes como loros, e incluso de muchos colores e formas bordadas con grande e estraña maestría. E todos llevaban unos como cintillos de cuerda a modo de cinchos para que sus calzones no dejaran de cubrirles en tanto jugaran en el fuente.
            Pese a lo ya escrito, he de poner en claro que, en efeto, había en su mayoría niños de piel blanca ue podían fácilmente facerse pasar por fijos de monarcas, no ostante, allí no se halla la cosa más estraña de lo que caté, sino que esto fue que entre estos niños blancos distinguí con claridad cómo jugaban otros niños de igual edad, aunque a éstos pude identificarlos más fácilmente por las descripciones fechas por los cronistas acerca de los indios naturales.
            Deverán creerme cuando les digo que es verdad questos niños jugaban y reían entrellos como si fuesen ciegos e no vieran que eran distintos los colores de piel de los unos y los otros. Creí entonces haber dado con el meollo dello que allí acontecía: los niños blancos, que evidentemente debían de formar parte della familia dellos regentes de aquella tribu de salvajes, y que por lo mismo debían de vivir en una zona de lujos aislada della gentuza, impulsados por los impulsos inconscientes propios della más tierna infancia, sentíanse oprimidos en su encierro palaciego, hablando solo de vez en cuando con los otros niños nobles al tiempo que cateaban a los pobres gozando de sus juegos bárbaros. Deste modo, dado que los padres les debían tener dello más prohibido tener contacto con estos niños pobres, los niños nobles aún más inconscientes escapávanse de algún modo de sus aposentos e corrían por entre los hierbajos hasta llegar a donde debían de estar las chozas populares, para que después, bajo la amenaza de muerte, ordenarles a los niños vulgares mostráranles algunos de sus juegos. Deste modo, e no de ningún otro, fue como en esa ocasión todos esos niños habían terminado bañándose bajos las mesmas aguas en esa mesma fuente.