En aquellos días viví el amor en tiempos de viajar con mi
esposa, justo cuando logré despertar la cólera del doctor Lácides Olivelia,
siendo entonces su discípulo más amado.
Por
supuesto, el mundo era más grande entonces. Olivelia no solo nos invitaba
constantemente a visitar México, con todas sus selvas libres de guerrillas y
los ríos subterráneos, sino que además insistía en que esa tierra tenía un solo
tipo de clima, para el cual era necesario vestir de lino blanco, con chaleco,
sombrero flexible y botines de cordobán.
Desde
que quedaron atrás los años tormentosos, ésos en los que vi mis primeras armas,
fue muy agradable para mí dedícame a esos almuerzos con mi familia, en esos
lugares que el doctor se empeñaba en defender como “los mágicos de México”.
No hay
que olvidar que sé realmente poco acerca de las culturas del mundo. Nunca tuve
maestros egipcios, pero tuve la oportunidad de estudiar los efectos del
hexámetro yámbico en la métrica lírica clásica gracias a unos amigos griegos, a
la vez que éstos me presentaron a quienes me instruyeron lo mejor posible en
cuanto a romanos se refería. Si de por sí esto es ya motivo de vergüenza, debo
sumar el hecho de que nunca pude aprender nada que tuviera que ver con los
olmecas.
Siendo
instruido por mi abuelo, por el doctor Olivelia y por hombres aún más viejos
desde muy chico, no me explico cómo es que llegué a escuchar siquiera palabras
como “azteca”, “purépecha” o “maya” durante mis años de formación profesional
en la Escuela de Medicina.
A pesar
de haber divagado durante toda la conversación con estos pensamientos, la
verdad es que no debían estar demasiado fuera de lugar, pues cuando la
estrambótica risa y un manotazo en la mesa por parte de Olivelia me regresaron
al comedor de su casa de verano donde estábamos sentados, pude escuchar cómo el
doctor dictaba sentencia:
– No va
a faltar aquí algún loco que le dé una oportunidad a su amado México.
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