Un
niño se sentó en el lugar designado para discapacitados y personas de la
tercera edad.
Fui muy gentil, ahora que lo pienso…
el niño ni siquiera está sentado: se arrodilla frente al asiento. Con una mano
hace carreras de cochecitos y mueve un muñeco fornido de arriba a abajo con la
otra. Su padre se sentó a su lado, en un momento tomó uno de los coches y con
una sonrisa empezó a jugar también.
Un vago se tiró de lleno sobre un
par de asientos y se quedó dormido.
Mientras, una anciana como yo está de pie con dos grande bolsas que deben pesar
el doble que ella misma.
Están éstos sinvergüenzas que no
ceden el asiento, y también hay otros que no hacen nada malo, ni nada bueno
tampoco, solamente están ahí: ensimismados
en sus cosas, sin que nadie los culpe por eso.
Varios
están leyendo. “Muy bueno eso”, dirán algunos, pero no, no me convence. De los
que leen, la mayoría son jóvenes, eso sí.
De
pronto volteo hacia ambos lados del vagón: por un lado, hacia el drogadicto, el
niño y el papá que no tendrá más de veinticinco, y la viejita de pie, y por el
otro, hacia los que leen con auriculares y levantan la vista solo para ver si
llegaron a la estación que deben.
¿A
qué se dedican los chamacos hoy en día? Uno ya no sabe. No sé, digo. Desde hace
unos meses no estoy tan seguro. Antes de eso, ni hablar. Con verle la cara a
mis idiotas nietos quedaba claro que les valía gorro todo, y a mí ellos más
todavía.
De
seguro me quedan menos de la mitad de neuronas que tenía a su edad y aun así
pasaría la preparatoria mejor que esos pendejos.
Claro
que esas cosas se piensan y no se dicen, más que por respeto a los mocosos, por
miedo a que un día me escuchen cuando estén en masa y entre todos me den una
madrina.
Ya
estoy viejo, soy un hombre educado y muy correcto. A mi edad uno tendría que
empezar a descuidar un poco esos detalles, pero no me siento a gusto con esa
idea. No tengo lagunas ni se me va el avión. Todavía tengo con qué para caminar
derechito, bien peinado y sin bastón. Justamente así fue como salí del vagón
del metro en la estación Balderas ese día, ya entrada la tarde, hace unos seis
meses.
Como
pasa siempre que voy en metro, salió a flote mi desdén ante la actitud de los
pinches chamacos malolientes, drogados con resistol, rapados o greñudos, perforados
y escandalosos, que no tenían reparo para insultar a quienes decidían que les
estorbaban para caminar, sin que jamás se dieran cuenta cuando ellos mismos
estorbaban.
Justo
eché una mirada a uno de estos grupos de retrógradas que desaparecía entre la
multitud cuando me pregunté si llegaría a vivir en el mundo que gobernarían los
chamacos babosos esos, y si una vida así guardaba algún buen augurio para
viejos como yo.
Y
en ese momento, escuché una voz que se antojó clara y muy profunda:
– Estoy pensando…
Me di la vuelta para ver…
¡Un
chamaco! ¡Un pinche escuincle! ¡Como una revelación! Mejor que eso: ¡eran dos!
Hombre y mujer, igual de jóvenes. Adán y Eva en el Paraíso, sin haber pecado
todavía.
Dios
Todopoderoso y Eterno que vive y reina por los siglos de los siglos santos
demostró su existencia, me escuchó y me puso justo en el lugar correcto a la
hora exacta, o mandó a los dos chamacos desde el cielo para que atravesaran el
subsuelo y llegaran hasta mí como si hubiera caído el asteroide donde vivía el
Principito. Me daban esperanza. Decían: “¡Estoy aquí, Germán! ¡Mira! ¡Mira,
porque quiero empezar a pensar! ¡Ayúdame por favor Germán! ¡Ayúdanos porque sin
ti no podemos pensar!”. Y yo quería bailar allí mismo y cantar “¡Los jóvenes
piensan! ¡Los jóvenes piensan! ¡Regocíjate México, que tus jóvenes quieren
empezar a pensar!”.
El
momento era cumbre en la historia: iba a ser inmortalizado como el inicio de la
salvación del mundo, e iba a formar parte de él. Me acerqué a los muchachos y
le dije al que pensó:
– ¿Y en
qué piensa?
Y
él me miró como quien no ve, o como quien se tarda en comprender. No lo culpo,
salí de la nada haciendo preguntas y el pobre chico recién había pensado por
primera vez. Me vio de arriba abajo con una expresión que dejaba claro cómo
pensaba con mayor intensidad.
– Pensaba... –lo miraba apenas conteniendo la
emoción– Pensaba si habrá espacio suficiente para poner otro cartel.
No
dije nada. Hubiera tenido una respuesta para problemas de física aplicada,
cuestionamientos para la filosofía de la ciencia o asuntos semejantes, pero no
esperaba nada así.
–
… ¿o será mejor pegarlo al otro lado del andén? Lo malo es que puede que el
policía no me dé chance.
Entonces
entendí. El muchacho llevaba un montón de carteles en una bolsa. Tanto él como
la chica llevaban puestas camisetas negras con el logotipo indefinible de
laguna empresa. Simples peones, es lo que eran, cumpliendo una rutina digna de
bestias del arado. Ya sabía que solo para eso sirven.
–
Ah, pues no sé joven. No trabajo aquí, la verdad.
Y
me fui cabizbajo, con las manos dentro de los bolsillos del saco. Mi humor no
mejoró después de eso, cuando salí a la calle repleta de chamacos.
Días después, cuando me había olvidado del episodio, caminaba por
el mismo andén y me detuve frente a la pizarra donde se pegan carteles,
reconocí el logotipo en las camisetas de la pareja y todo volvió a mí. A medida
que leía el cartel se iba aclarando algo acerca de esos dos pinches chamacos:
eran artistas.