Tenía ya los ojos abiertos
cuando se activó la rutina. No había tenido un sueño del todo intranquilo, pero
seguía dándole vueltas al asunto. Se incorporó. El masaje automático del
colchón apenas comenzaba a operar, y se apagó cuando abandonó la cama. Con el
ambientador, apenas tocó el suelo, los páneles que lo componían se calentaron,
imitando la forma y temperatura de la planta del pie. Andrés Jinete nunca se
desprendió bruscamente del sueño debido al piso frío.
Fue al baño,
se quitó la ropa interior y vio su cuerpo desnudo en el espejo. Sabía que era
hermoso, porque se lo habían dicho siempre, y porque había sido algo bastante
evidente durante toda su vida. Alto, esbelto, algo musculoso y bronceado. El
cabello castaño corto y revuelto. Ojos claros suficientemente grandes, con la
mirada propensa a disfrutar, en vez de entregarse a la reflexión o a la
tristeza. La comisura de los labios apenas diferenciable del resto de la
textura del rostro guardaba la sonrisa, completando con perfección uno de los elementos
más importantes que había moldeado su felicidad. La barba asomaba apenas por
debajo de las patillas recortadas, esperando conectarse con el bigote que había
empezado a aparecer unos días atrás.
“Hoy necesito
rasurarme”.
En uno de los
anaqueles que rodeaban al espejo estaba el estimulante folicular dentro de su
estuche. Andrés los sacó y se lo puso en la mano izquierda como un guante. Pasó
los dedos sobre sus mejillas y en su barbilla. Las yemas producían un ligero
calor a medida que recorrían su cara. Los vellos desaparecían al contacto. Puso
la mano sobre el pecho, lo pasó al otro lado y hacia el estómago. Toda esa área
quedó ligeramente enrojecida. El vello púbico estaba empezando a notársele,
pero decidió que no había ningún problema si lo dejaba así. Ladeó la cabeza
frente a su reflejo, vio unos cuantos pelillos creciéndole en medio de las cejas,
presionó el meñique sobre ellos, y al momento, ya no estaban. Se quitó el
estimulante, lo puso en el estuche y éste, de vuelta al anaquel. Andrés echó un
último vistazo general al cuerpo entero, como una precaución tras haberlo
estudiado a fondo para un examen, y se alejó del espejo, hacia la bañera.
Cuando estuvo
dentro, ligeras gotas cayeron sobre su cabeza, golpeando su piel como pequeñas
manos al momento de un masaje, para luego deslizarse hacia abajo en finas
corrientes iguales a caricias. Andrés cerró los ojos y respiró pausadamente el
aire fresco que producía el agua fría.
“¿Para qué me
metí a bañar?”, se preguntó al instante, casi seguro de haber sentido cómo se
había quebrado el ambiente de relajación. Sabía, por ejemplo, por qué se había
colocado el estimulante para rasurarse.
En algún
lugar, hacía muchos años, escuchó que si un aditamento alteraba drásticamente
la temperatura de una parte específica del cuerpo, podía causar daños
irreparables. No recordaba quién lo había dicho, pero sin duda no fue un
médico. En ese momento Andrés no le dio importancia al comentario, pero tiempo
después, se encendió un cigarro con el pulgar y empezó a preguntarse qué tanto
de cierto habría en la advertencia. Hasta ese momento –y aún ahora–, salvo los
suicidas y los rarísimos casos de sabotaje que tenían más pinta de paranoia,
Andrés no había sabido –ni por boca de conocidos, ni a través de los medio de
comunicación– de que alguien se hubiera auto infligido dolor debido al uso de
sus aditamentos anatómicos. No obstante, desde ese momento, había ciertos
momentos –contados, en realidad– en los cuales la idea de tener un mediador
térmico dentro le causaba cierto malestar. Rasurarse y encender cigarros eran
los más frecuentes, aunque, por ejemplo, tampoco era asiduo a mantener la bebida
fría sin necesidad de hielo mientras la sostenía en la mano, y la última vez
que había sorprendido a las personas por la espalda con toques a temperaturas
extremas fue en la preparatoria. Nunca había considerado llegar al extremo de
extraerse el mediador. Se limitaba a no utilizarlo, o mejor dicho, a utilizarlo
en la menor medida posible. Por eso usaba el estimulante folicular, y era un
alivio que éste tuviera su lugar en la gaveta del baño, dentro de su propia
intimidad que nadie además de él conocía.
“Bueno, no es
del todo cierto”, se dijo Andrés de inmediato. Estaba Renata. Ella era la única
que había llegado tan lejos en lo referente a su gran casa en Jalapa. Eso era
el baño de su recámara. Hasta allí llegaba su intimidad, y durante años, Renata
tuvo acceso a la casa y a la vida privada de Andrés. Así se ganó el permiso,
primero, de recorrerla, luego, de poder pasar la noche en la recámara, y por
último, de entrar al baño de la pieza, con todas las libertades que ello
conllevaba.
Durante
cuatro años, Renata fue impregnándose cada vez más en la vida de Andrés, con
una naturalidad tan simple, que a él terminó por parecerle algo insignificante.
Y entre todas las muchas cosas que se dijeron durante ese tiempo, y en las que
no faltaban esa clase de intimidades que pueden llegar a ser difíciles de
expresar, Renata jamás sacó a colación el asunto del estimulante folicular en la
gaveta del baño. Quizás ni viera que estaba allí.
Andrés gozaba
de una salud envidiable, así que tampoco hablaban mucho de los aditamentos
anatómicos, ni del resto de cosas que poblaban el interior de aquel hombre.
Renata ni
siquiera le había preguntado a Andrés por su inclinación por las duchas frías.
Lo había visto entrar a la bañera solo, ya fuera en la mañana, en la tarde o en
la noche, a la hora que fuera, y de forma aparentemente azarosa. Solo hasta
años después, como un acuerdo mutuo, ella lo siguió hasta allí para que ambos
se dejaran llevar, inundados por el frescor y el placer. Eso tampoco le pareció
extraño.
Tomar duchas
era inusual en los tiempos que corrían. No solo por el ambiente de guerra que
había envuelto al mundo entero hasta los rincones menos esperados, o porque
esto hubiera puesto a la humanidad en una situación precaria en la que los
lujos y los recursos de subsistencia básicos se habían diezmado, junto con
todos los que necesitaban de ellos. Tampoco tenía que ver con que se encontraran
en una época en la cual, con el adecuado mantenimiento de los aditamentos
anatómicos, cualquiera (y más aún alguien acomodado económicamente) podía
regular de manera eficaz su sistema higiénico interno con los exfoliantes,
estimulantes y purificantes, y pasar su vida entera manteniendo la salud
personal de manera óptima, sin que jamás tuviera necesidad de utilizar los
antiguos métodos.
Las duchas
hacía mucho habían pasado a ser un método de placer y diversión bastante retro.
Así, hasta
ese día, Andrés había usado la ducha, igual que siempre. Y sin embargo, Renata
jamás dio muestras de cuestionarse nada, y callaba, segura de que se trataba de
un capricho más de millonarios. A su manera, lo entendía, lo aceptaba y quizá
hasta lo disfrutaba.
Andrés nunca
había escuchado de boca de nadie más que la ducha privada fuera un lugar para
pensar en uno mismo, sin embargo, lo había comprobado de primera mano.
Era algo así
como el baño turco al que había ido con su padre cuando niño: ambos sentados
uno a lado del otro en bancas de madera suaves, recargados contra baldosas de
mármol, con toallas cubriéndoles las piernas, rodeados de hombres mayores,
algunos con toallas, y otros sin nada que los cubriera además del incipiente
vapor, que descubría y escondía los cuerpos a su antojo.
Siempre que
la temperatura fuera la adecuada para todo el mundo, en esos baños se podía
hablar de negocios durante horas y seguir con nulidad de prendas.
Un niño rodeado
de calor en tiempos no tan caóticos, bajo el yugo de una familia adinerada que
se codeaba con otras familias adineradas en una aparente intimidad que, aun
así, se encontraba a la vista del público. Estar solo en una lujosa casa, bajo
agua fría, en el punto más volátil de la Guerra General, sumido en sus propias
reflexiones. No eran situaciones muy distintas, solo que una era mucho más
gratificante.
Pero nadie
pudo entender nada a su modo. Por eso decidió terminar la relación con Renata
durante lo que todos creyeron que serían las vísperas del compromiso formal.
Por eso salió en portadas de revistas de chismes del mes de mayo. Quizás por
eso también había evitado al resto de su familia y amigos, y cuando todos
decidieron emigrar a los países que habían considerado como los menos
enfrascados en el conflicto, o al menos, a las partes del país que consideraban
las menos hostiles, Andrés se quedó en donde estaba y los dejó a todos ir,
salvo a los empleados que necesitaba para echar a andar la casa.
El sistema no
obligaba a Andrés a racionar suministros como lo hacía con los clasemedieros,
sin embargo, él mismo era consciente de que la decisión de mantener su estilo
de vida intacto en momentos de guerra no tenía por qué hacerle mal a nadie.
Había programado las duchas para que duraran máximo siete minutos, de modo que
el agua cesó de caer de pronto. Abrió los ojos en un ambiente pacífico, sumido
en el silencio y la quietud.
El aire acondicionado se activó
a su alrededor por todas partes, en una corriente tibia que en quince segundos
lo dejó seco.
De vuelta en
el cuarto, Andrés fue hacia el armario, deslizó la puerta a un lado e hizo una
inspección rápida entre la ropa de tonos cálidos y fríos. Le tomó solo un
momento decidirse por algo que usar, porque había estado un rato la noche
anterior sopesándolo sin haber elegido nada.
Las prendas
oscilaban sobre el gancho que Andrés tenía en la mano, sin estar seguro de que
fueran lo más adecuado para ese día. Presionó un botón, y un segundo después,
un bastón comenzó a extenderse hasta posar tres patas sobre el suelo. Cuando
soltó el gancho, alrededor de él se formó un óvalo y luego, una figura
humanoide rellenó el conjunto igual que un maniquí. La falda azul marino se
levantaba ligeramente de lado derecho, y el otro extremo se replegaba como la
pierna de un pantalón. El chaleco negro no tenía botones, pero sí un cuello
pronunciado que denotaba una inclinación más masculina. En un momento, Andrés
fue de vuelta al armario y después puso sobre el modelo una chaqueta blanca de
poliuretano, y sobre la cabeza, un paliacate color crema con detalles azules.
Vio el conjunto alejándose del modelo, y una vez decidió que se veía bien,
desvistió al electrodoméstico para vestirse él.
Andrés se
calzó botas cafés de punta cuadra y vio que le llegaban hasta el tobillo. Cuando
se ató el cinturón para que detuviera la falda y cerrara la parte baja del
chaleco, no necesitó verse al espejo de nuevo para comprobar que, sin quererlo,
el deseo hondo que había tenido en estas últimas semanas había escapado de la
discreción que se había auto sugerido. Había escogido el conjunto adecuado, que
cubría las cuestiones del confort y seguía al pie el decreto predominante de la
moda del momento: era el balance ideal entre géneros, y se vería igual de
espectacular en un hombre o una mujer.
A
lo largo de las últimas semanas, el doctor Emeterio Salidas le había explicado
paso por paso el procedimiento a seguir para que la operación de cambio de sexo
tuviera éxito. Realmente se trataba de algo muy simple para quien se dejara
llevar y no estuviera interesado en qué consistía el procedimiento: ingerir
estas hormonas durante las dos primeras semanas a partir de la primera
extracción de testosterona, calistenia adecuada para fortalecer partes claves
del cuerpo, electroencefalogramas de vez en cuando… nada que quitara mucho
tiempo del día.
Lo que había
mantenido despierto a Andrés desde el principio había sido lo otro: que él sí
pensaba mucho en el cambio de sexo, hasta en el detalle más nimio, y hasta
donde le permitía el entendimiento. De hecho, él nunca había sido tan
inteligente como lo fue luego de pensar que la jarocha era la respuesta.
“Jarocha”, la
llamaban ya desde hacía un siglo. Lo había investigado.
“¡Cien
años!”.
Antes, Andrés
habría jurado que hacía cien años no se había podido hacer absolutamente nada,
pero ahora sabía que ya en esos tiempos se hacía eso que ellos llamaban “la
jarocha”, una broma a comparación de lo que se podía hacer ahora, pero aun así
se hacía, del mismo modo que iban de un lugar del planeta a otro en lapsos de
tiempo que para ellos eran increíbles.
Ya en esos
tiempos se mofaban de los que se hacían la jarocha.
En un video
en alguna página de la red hacía casi veinte años, un periodista casero había
hablado por primera vez de los rumores de que se planeaba una iniciativa para
impulsar el perfeccionamiento de la operación del cambio de sexo en México como
una prioridad de Atención Ciudadana en cooperación con Salud Pública.
En ese
momento histórico que quedó plasmado para la posteridad como el primer momento
en el se habló del estado de Veracruz como “el padrino de los cercenadores de
pitos a nivel nacional”, también salió a relucir lo que rápidamente ascendería
a ser el nombre no oficial de la capital del estado, donde Industrias Suma
sentaría su base: Jarochia.
Andrés había
aprendido todo esto en muy poco tiempo, y fuera de obligarlo a renegar de su
decisión, la afianzó. Sin embargo, nada pudo evitar que el miedo se acentuara
en él, y empezara a echar raíces profundas.
“Nomás
dieciséis”, se dijo sentado al borde de la cama. Todos, gente famosa. Gente de
dinero. Tres oriundos de México, durante los primeros tres años en que la
empresa privada abrió la clínica al público. El resto vino de distintos países
y por razones distintas, y seguramente a ninguno se le hubiera ocurrido pensar
siquiera en intentar hacerlo si hubiera estallado la Guerra. Andrés iba a ser
el decimoséptimo, y todo el mundo se iba a enterar.
¿Qué le
dirían sus papás… los de la mesa directiva, si es que algún día volvía a
sentarse con ellos de nuevo?
Ninguna
opinión le importaba en verdad, sino la de todos en general.
“¿Por qué
ahora?”, se había preguntado alguna vez. “¿Qué importancia podía tener para
quien fuera que Andrés se volviera Andrea?”
Hacía ya dos
semanas que se había dado la noticia de que las tropas de Botsuana, como una
liga que se estira cada vez más, seguían manteniendo la tregua en el desierto
de Gobi, pero las condiciones de los cuerpos militares eran precarias en todo
el mundo, y ya nadie abogaba por un final que no fuera explosivo.
En ese
ambiente, Andrés se había aislado, y estaba seguro de que solo así podría
lograr pasar desapercibido en la medida de lo posible.
Salió del
cuarto y, cuando bajó las escaleras se cruzó con Imelda.
–¿Va a
desayunar el señor? Ya está listo, por si gusta…
–No. Me voy
en el Lincoln. Avísale a Garrén que…
Se estrelló
contra la puerta de cristal que daba al garaje.
–¡... su puta
madre! –Se llevó las manos a la frente, y se dobló de dolor.
Un segundo
después, entró Mayela, abriendo la puerta usando la perilla.
–¡Andrés,
niño! ¡Venga rápido!
El dolor
comenzó a desaparecer mientras Andrés se preguntaba qué estaba pasando, ¿por
qué la puerta no se había abierto en automático, como había hecho siempre?
Mientras
seguía a Mayela, Andrés se dio cuenta de algo: todas las puertas estaban
abiertas antes de que pasaran a través de ellas.
–Se cayó la
red, niño –dijo Mayela. Debió parecerle igual de extraño cuando se dio cuenta–.
No hay luz, ni gas ni agua. Dice Albarrán que no hay modo de saber qué pasa más
que con una cosa que tenía arrumbada, y que de milagro y prendió, porque tendrá
unos cien años.
Cuando
entraron en la habitación del jardinero Albarrán, se unieron al resto de
trabajadores de la casa, que estaban a oscuras, rodeando una máquina que Andrés
no había visto en la vida. Era como un amplificador muy pequeño que podía
caberle en la mano, con botones y perillas. Produjo un siseo, como cuando se
deja que la arena se escape entre los dedos. Todos miraban el aparato con atención,
y por un segundo, Andrés creyó que ellos entendían el idioma del siseo. Pero en
eso, se produjo otro sonido, más humano.
–Nos han
llegado los últimos reportes del Conglomerado. Tras tres días de deliberación,
hace unas horas finalizó el encuentro entre el enviado especial del Frente de
División, el general Shabnagü, con la emperatriz Mit Yinzin. Los principales
miembros del Conglomerado de Naciones y la Unidad Mundial han acordado el cese
indefinido de hostilidades hasta que se cierren los nuevos acuerdos de límites
territoriales en Asia. Asimismo, luego del último comunicado del grupo
terrorista Mimán, se reportó un declive a escala global del Sistema Witum, así
como del resto de las redes dependientes del mismo en todos los países del
mundo. El líder del grupo de ciberterrorismo, Ap-Eulo, dijo en el comunicado
que éste hecho había sido consecuencia de un pacto entre las naciones de la
Tierra, en común deseo de preservar lo que él llamó “la última esperanza de
supervivencia de la humanidad”. Hasta ahora, nos ha sido imposible establecer
contacto con alguno de los líderes mundiales o sus corresponsales...
Por momentos,
parecía que el hombre a través del aparato dudaba de lo que decía, como si la
pantalla que tuviera enfrente fuera opaca y no distinguiera bien las palabras.
Titubeó, y un momento después, sumidos en el silencio, todos en la habitación
pudieron escucharlo nuevamente:
–¿Y ahora qué
hacemos?
Murmullos
inteligibles, y la voz apareció de nuevo, con más seguridad que nunca:
–En el marco
de la trigésima Muestra de Tecnología Humanística, llevada a cabo en el
Instituto Rockefeller, en la ciudad de Nueva York, el doctor en genética
Armando Amador realizó una peculiar muestra en la cual presentó a miembros de
la prensa y autoridades académicas los últimos logros de su investigación en
Ciencias de la Gestación. Tras una serie de pruebas en animales, el pasado
miércoles 6 de agosto, presentó a un conejillo de Indias macho que se
encontraba en el último estado de embarazo. Como prueba de los resultados de
sus investigaciones, el doctor Amador realizó una cesárea al conejillo y
extrajo de la zona peritonal cuatro crías perfectamente sanas y desarrolladas.
Aunque la respuesta de los especialistas asistentes fue variada, Amador abogó
siempre que, ahora que el proceso de gestación por parte de mamíferos machos
era una realidad, no tardarían en verse y explotarse todas las posibilidades
benéficas que éste habrá de traer a la humanidad.
Dicho eso, el
locutor pasó drásticamente a hablar de cómo Janette O´ Doule había declinado la
propuesta de matrimonio de su mánager, pero Andrés no se quedó para escuchar.
Salió de la habitación. De algún modo, supo que la guerra había acabado.
Pensó en cómo
sería volver a la vida de siempre. El mundo no iba a ser el mismo.
“Si los
conejos pueden ser conejas sin cortarse el rabo, ¿qué sentido tiene lo que
planeaba hacer?”.
Andrés caminó
de nuevo hacia la puerta corrediza que daba hacia el aparcadero de los
automóviles, y por poco volvió a golpearse la frente con ella, de no ser porque
se detuvo para ver el amplio jardín que llegaba hasta el muro que lo separaba
de la calle.
Andrés había
nacido en una clase de mundo, y se había adaptado a él para ser feliz, luego,
el mundo había cambiado, y resistió siempre para seguir siéndolo. Había hallado
una vía de escape para cambiar quién había sido hasta entonces, pero ahora
sentía que se lo habían arrebatado. Pronto todos iban a volver a crear al mundo
desde los despojos de la guerra, y todos iban a volver a reconocerse los
rostros unos a otros. Si ahora un conejo podía ser hombre y hacer de mujer,
¿dónde ponía eso a Andrés y su mundo?, ¿sus aspiraciones y sus miedos?
Andrés
descorrió la puerta y salió. Vio que el reloj en la muñeca izquierda seguía
funcionando, y que estaba aún a tiempo para llegar a la cita con el doctor
Salidas, sin embargo, no dio muestras de estar apurado por irse. Volteó a ver
los cuatro adaptables de lujo estacionados y, un segundo después, se sintió
aliviado. Si la red había caído en todo el país, el circuito instantáneo de
energía de los motores estaría inactivo. Los adaps no lo llevarían a ninguna
parte hasta que restauraran el Sistema Mundial.
“Si es que
alguna vez lo hacen”, pensó Andrés, y entró en la casa.