domingo, 4 de mayo de 2014

(La historia del abuelo)

Cualquier otro en mi lugar sabría contestarte.
Es que… alguien normal se levanta, va a trabajar, regresa a su casa con su familia, y si siente que algo cambió, puede que hasta tema lo peor. Se da cuenta de que están arreglando una calle, que hubo un accidente, que hay un bache enfrente del edificio donde trabaja, o que la tienda de la esquina cerró. Una persona normal sabe cuando algo no es normal. Pero si eres distraído, tienes que medio morirte para ver que algo no está en su lugar.
La última vez que me fijé, era un martes de agosto de mil novecientos cuarentainueve. Martes once, creo. Lo quise revisar, pero supongo que no hay modo.
Antes vivía con mis papás. Con mi familia, pues, hasta que agarré mis cosas, dije que ya no iba a ir a la escuela y me fui de la casa.
El trabajo que tenía en la fábrica lo había conseguido solo, y lo que ganaba era para la escuela. Hace como un mes estuve viendo un cuarto mediano en un tercer piso, por Colegio Militar, de lo más decente que encontré. Pagué el primer mes y me fui para allá. Ahora llegaba a casa sin tener que verle la cara a nadie.
Ese día me levanté a las cinco, como todos los días que trabajo. Aparte de mi toalla, agarré mi ropa, mis llaves y mi reloj para cambiarme en el baño, porque en el baño del edificio se bañaban las personas en cada piso, y pues yo no quería salirme al pasillo y que alguien me vieran en cueros. Agarré la vaselina y la loción, quién sabe por qué, pero qué bueno que lo hice.
Mientras me bañaba, me dio coraje porque el agua se ponía caliente, luego fría, luego tibia, y otra vez fría, y caliente y así, y pensé que cambiaba tan rápido que no podía ser problema de la caldera, más bien que algún chistoso lo estaban haciendo adrede. Total, me apuré en salir, me sequé, me vestí, me peiné y me eché loción, creo que por eso de la costumbre nomás.
Salí del baño con la toalla y los pantalones que usaba para dormir en la mano. Caminé despacito, pero las tablas del piso igual crujieron como en casa vieja. Sentí nervios de que alguien se fuera a despertar y me quedé parado, pero nadie salió ni hicieron ruido, y corrí al cuarto. Cuando metí la llave en la puerta, no abrió. De puro coraje le quise dar vuelta a fuerzas y no jaló. Pensé que el cerrojo se había atascado, o que a la llave se le había doblado un diente. Luego pensé que no era posible que alguien hubiera cambiado la chapa mientras me bañaba ¿o sí? Digo, al único al que se le pudo haber ocurrido era al gerente, pero pues todavía me quedaba como una semana para pagarle la renta. Con el dinero que tenía adentro le hubiera podido dar un adelanto al güey ése y, si se ponía chicho, decirle que el resto se lo tenía el viernes a más tardar, pero ora, ni eso. Vivía en el primer piso. Le pude haber ido a echar bronca, pero que veo el reloj en la pared y que ya iba tarde.
Con ropa, toalla y lo demás en la mano y sin poder entrar, sin saber qué hacer, que pienso que ni loco iba a dejar las cosas enfrente de la puerta, y se me hizo gacho irle a tocar a don Chucho o a Ramirito a esa hora para pedirles favores.
Me quedé pensando y como al minuto se me ocurre que las podía dejar en el cuarto de lavado. Que bajo corriendo la escalera y siento que la luz es distinta. Llego a la planta baja y voy al cuarto de lavado, que está atrás junto al patio. Prendí la luz y vi que habían dejado la tabla de planchar puesta y puse las cosas encima. Pensé que con los pantalones de dormir no había mucho problema si se perdían, total… si regresaba temprano de trabajar, a lo mejor y los encontraba todavía. Me preocupaban más la loción y la vaselina. En lo que llevaba de vivir en el edificio, no me habían robado, ni parecía que lo fueran a hacer, pero si se las volaban, no iba a tener para comprarme otras hasta como dentro de dos semanas, e iba a tener que andar pidiéndole a algún vecino. Vi los dos frascos encima de la ropa y pensé “¡pues ya ni modo!” y caminé a la puerta. Ya iba a salir cuando vi que allí había un aparato grande y blanco como una caja, seguro en otro momento del día hubiera ido a ver qué era. Apagué la luz y me fui.
Empecé a oír voces y pasos por todos lados, o sea que ya había gente levantada y se hacía más tarde. En lo que caminaba a la salida volteé a ver el reloj que había encima del mostrador, pero ya no estaba.
En eso, que veo salir de la puerta de la oficina, no al gerente… a un tipo güero, como acabado de levantar y sin bañar. Nos paramos muy cerca uno de otro y por poco chocamos, luego me dejó pasar. Ni él ni yo nos preguntamos si el otro era el gerente, si venía a preguntar por los cuartos, si vivía ahí y no lo ubicaba o qué. Salí a la calle.
Caminé tres cuadras y pasé enfrente del mercado cuando vi a unos albañiles poniendo fierros y sacando chispas y taladrando encima de dos pisos que estaban medio acabados. Me paré para ver cómo trabajaban y me sorprendió ver que no lo hacían muy rápido. Digo que me sorprendió porque entonces pensé que debieron haber estado trabajando desde la noche del día anterior, tirando y construyendo, porque desde que me había mudado al cuarto, hasta cuando había salido de trabajar el día anterior, me acordaba que allí nomás había una comida corrida de un piso.
Caminé cuatro cuadras y corrí otras dos hasta que llegué a la entrada de la fábrica. La reja tenía puesta una cadena oxidada con candado, oxidado también. Quise ver si la movía yo solo, y no. Pensé que a lo mejor estaban remodelando, porque no se oía nada adentro. Había unos vidrios rotos y se veía medio carcomida la fachada, como si en un mes le hubiera llovido sin parar.
Volteé a ver si estaban por ahí los que trabajaban en mi área, pero no vi a nadie. Seguro ya había dado la hora de entrada, pero allí no había nadie esperando a que abrieran. Pensé que nos habían dado el día y, como siempre se me olvidaba darle el número del edificio a la secretaria, pos, pensé que no me habían avisado.
Ya no sabía si brincarme la barda o qué. Nunca supe de los otros, pero al menos para mí, un día sin trabajar era un día sin comer. Nunca me había pasado ¿verdad? Pero pues, ya había hecho mis cuentas.
Estuve ahí dando vueltas enfrente de la reja, a ver si alguien pasaba para salir o entrar, pero nomás no.
Ya me iba a ir, cuando volteo y veo que alguien está saliendo de la fábrica al estacionamiento. No era un guardia de ahí. Ni sabía yo qué era. Era un chato como de veinte. Traía una gorra de beisbolista que decía… Coméx, me acuerdo… una playera verde, pantalón de mezclilla y esos cacles que ahora llevan todos. Veo que se va acercando y que se va parando. Creo que pensó que en serio me iba a brincar la reja, y que se extrañó de que no me echara a correr cuando lo vi. Cuando siente que lo puedo oír, que levanta la cabeza como diciendo “¿y tú qué?” y me dice: “¿qué onda chavo?”, y yo le digo “buenos días”, como esperando que me pregunte si trabajo ahí, para decirme que no iban a abrir, pero no. El vato se me queda viendo, esperando que le siga diciendo cosas y, como pasa el tiempo y no le hablo, que me dice “¿a quién buscas?”, y le digo “no, a nadie”, y él se espera para que me vaya, pero me quedo y le pregunto: “¿van a abrir hoy? ¿o cuando?”, y entonces él se me queda viendo, y de seguro creyó que me lo estaba vacilando. Que levanta el brazo y pasa el puño atrás de la cabeza, así… y me dice “mejor ábrete de patas morro, te conviene”, y por cómo lo dijo vi que me estaba amenazando. Y se da la vuelta y se va. Tuve ganas de preguntarle si se quemó la fábrica o si algo explotó, pero me da miedo, no que me vaya a pegar, sino que vaya a sonar tonto. Para cuando volteo, el tipo ya entró de nuevo a la fábrica.
Ahora estaba seguro de que no iba a trabajar ese día, y lo más seguro era que tampoco me iban a pagar. Empecé a caminar, volteando a ver la fábrica y que pienso si no será que al dueño lo agarró el jefe de una mafia de esas de gángsters de las películas, y pienso que a lo mejor y sí, que a lo mejor y ya no vuelven a abrir.
Me fui de ahí a… pues ora sí que a caminar por ahí, porque no tenía otra cosa que hacer, ni ganas de nada. Caminaba despacio. Quién sabe si iba a comer ese día. Mientras menos fuerzas gastara, mejor. Ora sí iba a tener que pedir prestado y pensaba cómo le iba a hacer.
Caminaba sin ver para dónde iba. Ahora creo que me estoy haciendo una idea de cómo fue eso del viaje. Ora pienso que hubiera visto lo que había alrededor, o me hubiera sentado en una banca para ver cómo cambiaban las cosas, pero ps ni modo.
Caminé. A ver si llegaba al parque o en donde me sintiera cómodo.
De pronto, las calles ya no estaban solas, ni calladas. Se llenó todo de personas y el ruido que hacían. Y los coches hacían más ruido que nunca, como si hubieran salido todos de un jalón. De pronto el aire apestó a madres, y empezó a hacer un calor de la chingada. De vez en vez alguien pasaba y me daba un codazo y me decía de cosas y se iba tan rápido que me quedaba con las ganas de contestarle.
Caminé como unos quince minutos. Nomás me faltaba cruzar la avenida para llegar al parque, y dije que qué bueno, porque ya estaba cansado y de seguro me iba a dar hambre al rato. Iba muy embobado, o a lo mejor fue otra cosa, el chiste es que empecé a oír a lo lejos… bueno, de seguro el tipo no estaba tan lejos. Yo creo que a lo mejor estaba lejos… en… en tiempo ¿si? Bueno… oí que un tipo decía “chavo” muchas veces, como queriendo llamar la atención. Ya luego vi que me hablaba a mí cuando gritó: “¡cuidado, pendejo!”. Entonces sí levanté la cabeza para ver el camino. No sabía si debía ver el suelo por si pisé algo, o al frente para no chocar con alguien. En eso, no sé cómo, volteo a la izquierda y que pego un brinco para atrás que casi me caigo. Fue como si me hubieran aventado una cajota naranja. Pasó como bólido esa madresota. Primero pensé que debía ser un camionzote, pero pasaba y pasaba y nomás no se acababa. Cuando por fin acabó de pasar, vi que era un tren. Del puro susto me le quedé viendo hasta que se fue.
Hacía tiempo que no me subía a un tren, pero no se me olvidaba. Ésa era la primera vez que veía uno que fuera todo naranja, con los vagones todos cuadrados, parejitos, igualitos y que no echara humo.
Del puro susto nada de eso me pareció raro… en ese momento, digo. Luego, dejé de ver donde se había ido el tren, y vi lo que había alrededor. Edificios enormes de cristal que tapaban el sol, como en las fotos de los Estados Unidos. Había muchos, pero muchísimos carros. Iban muy rápido y casi parecía que se salían del camino. Muchos pitaban. No parecían carros, pero no podían ser otra cosa. También vi una moto. Oí un ruido que venía desde arriba, levanté la cabeza, y vi un avión.
La gente que caminaba cerca de mí era lo que más notaba. Primero las veía pasar nada más, y después me fijé que las mujeres llevaban pantalón, estaban con los brazos desnudos, y no vi ni un sombrero. Y entonces pensé “¿dónde me vine yo a meter ahora?”.
Cruzando la calle había un parque, que se parecía al que quería llegar, pero pos no sabía si de verdad era ése. No me decidía si cruzar o no. Los coches seguían pasando como bólidos. La gente había estado parada a lado mío y de pronto empezaron a caminar y de nuevo me empujaron y me codearon y mejor me puse a caminar también.
Llegué a la otra esquina y el parque parecía ser el mismo, pero no estuve seguro. Empecé a ver alrededor con mucho miedo, porque supe que en algún momento iba a tener que preguntarle a alguien dónde estaba. En eso, que veo un poste a mi lado con dos letreros, pero no como ninguno que hubiera visto. Éstos eran blancos con letras negras y muy rectas. Laguna del Carmen, decía uno, y el otro Colegio Salesiano. No me había equivocado de parque.
La verdad es que sé muy poco de los cuentos de monstruos porque, pues, sabes… aquí no llega mucho de eso, solo en el cine del centro, y la verdad no sé cuándo ponen cosas de otro planeta de los gringos o a la Llorona. Y, bueno, pues el caso es que no sé mucho de esas cosas ¿no? Yo nomás sabía que eso era cosa de otro mundo.
Por un momento pensé que ya me había muerto. Que a lo mejor ése era el cielo, o ya de a perdida el limbo. Luego me dije que si Dios era tan grande e iba a poner a todo el mundo en un solo sitio para que esperaran a ver toda su gloria, no lo haría en el de efe.
De algún modo tenía que saber en dónde estaba. La gente se me acercaba por todos lados con cara de espanto o de enojo y pensé que si les preguntaba lo que fuera me podía ir mal. Hasta llegué a pensar que ellos me debían de ver igual o peor a como los veía a ellos, pero la verdad es que ni me volteaban a ver.
Pensé en regresar a mi cuarto o a mi casa… o sea, a donde estaban mis papás. Di un paso y me acordé de cómo estaba la fábrica y pensé que lo demás podía estar peor.
Atravesé el parque sin saber qué hacer. Como cuando tienes un problema y esperas a que, de plano, se resuelva solo, pero ahora era peor. No sabía cómo eso podía resolverse solo.
Vi bancas despintadas y rotas, basura en el piso que a veces no podía o no quería entender qué cosas tenía, a parejitas y vagos dormidos en el pasto.
Crucé todo el parque y salí por Xochimilco. Me dieron ganas de regresar cuando vi otra vez los edificios y los coches. Ya pasaba del mediodía, y los cristales reflejaban al sol y me deslumbraban.
Nunca me habían asaltado ni me habían acorralado para pegarme entre muchos ni nada de eso. Nunca había experimentado tanto miedo, por eso no estaba seguro si lo que sentía podía ser ese tipo de miedo. Yo esperaba que no, porque me hacía sentir como si me pudiera pasar cualquier cosa.
Vi a una señora y a una niña pasar enfrente de mí. Otra vez iba a volver el grupo de gente que iba y venía por todas partes. Quería entrar de nuevo al parque. Había visto a unos policías a lado de una fuente. Más que policías les faltaba poco para ser soldados gringos vestidos de azul, pero sabía que hablaban español porque se escuchaba por todas partes, y aunque se me hacía muy escandaloso, según yo, era el mismo que yo hablaba. Donde sea que estuviera, la gente era más gritona, y a lo mejor hasta más rápida, fuerte y malintencionada que yo. A los policías  nomás les hablaba para preguntar dónde quedaba tal o cual lugar. Nunca había tenido una emergencia ni nada, pero la idea general es que suelen ser muy perros ¿no? Y claro que estos debían ser mucho peores. Pero pues, la verdad, buscar a los policías era un pretexto para alejarme de tantas personas.
Hacia el lugar de donde venía el gentío, había un policía bajito y gordo sentado bajo una carpa pequeñita mientras le boleaban los zapatos. Ahí fue cuando tuve más miedo. Ya no había ningún pretexto para regresar al parque. Se me empezó a ocurrir que no iba a ir a ningún lado si regresaba siempre al mismo sitio, y caminé hacia el policía. Ni siquiera me había acercado lo suficiente, cuando me llamó la atención un brillo que había a lo lejos.
Yo no sé la verdad si mucho de lo que he dicho es cierto. Si lo que vi volar fuera un avión. Si lo que pasa por las calles son coches o si ahorita estamos en un tren, pero cuando me acerqué y vi un partido de futbol mejor de lo que podía verlo en las gradas del estadio, supe que eso no podía ser otra cosa además de un televisor, un televisor bien chiquito, sin bocinas ni antenas ni patas y con la imagen a colores como en el cine.
Estuve allí parado viendo la pantalla un buen rato, como si en serio tuviera adentro a gente pequeñita. Solo entonces se me olvidó todo el miedo, y hasta se me olvidó que tenía hambre.
México metió un gol a España y la alegría de los que estaban en la pantalla se me hizo tan real que creo que también me uní a la porra, porque, cuando vi, el partido se cambió de pronto por unas señoras con las piernas descubiertas y un tipo que parecía señora sentados, sonriendo y platicando en una sala muy rara y colorida.
Volteé a ver qué había pasado. Me tapé la cara y poco faltó para que me agachara. Vi a un viejo gordo con un ladrillo gris en la mano y pensé que me lo iba a aventar por hacer escándalo, pero no. Nada más se me quedó viendo mientras apuntaba el ladrillo hacia el televisor.
¿A poco nomás por ver de a grapa su televisor me va a dar un ladrillazo? ¡N´ombre! ¡Ps ni que fuera para tanto! Pero pues creo que a la mera hora se arrepintió, porque guardó el ladrillo, me miró de a feo otra vez y se metió en su changarrito.
Ahora ya no había pantalla ni partido de futbol que me distrajera y vi bien en donde estaba. Era como una bodega pequeña, toda de azul. Había un montón de revistas de monitos paraditas de una en una para que se vieran. Otras estaban colgadas con ganchos de ropa.
Y en eso, que abro los ojos, como diciendo “¡en la madre!” ¡A huevo! ¡Los periódicos! Era lo primero que hubiera ido a buscar en vez de andar dando vueltas a lo menso en el parque. Había un montón de pilas enfrente de mí, y el periódico que estaba hasta arriba de cada montón era diferente del otro. Ganas no me faltaban para tomar cualquiera o muchos y echarme a la carrera, pero levanté la vista hacia le viejo. Estaba hablando con otro que llevaba unas tiras de tarjetas, pero me volteaba a ver de reojo, y con razón. De seguro pensaba que estaba bien tocado, motivos no le faltaban tampoco.
Me quise serenar un poquito, caminar  y ver las demás cosas que había, para disimularle tantito ¿no? Pero no dejaba de voltear a ver los periódicos. Ya por fin me decidí a agarrar uno y arriesgarme a lo que me fuera a hacer o a decir el viejo ése. Con tal de que hallara la fecha, y a lo mejor y el lugar también, ya estaba.
El viejo no me veía por darle unos billetes al otro tipo y me acerqué a los periódicos, agarré el de hasta arriba que tenía enfrente. Rápido leí de arriba abajo y de izquierda a derecha buscando meses y números desde donde tenía entendido que debían estar las fechas, el nombre del periódico o de dónde era. Y sí, no estaban muy lejos de la verdad y  tampoco me tardé en hallarla. Diciembre doce, dos mil trece.
Puta… a ver, a ver, a ver, a ver, a ver… ¡Va de nuez! Digo… esa no podía ser la fecha ¿verdad? A lo mejor… digo… a lo mejor y era diciembre… o sea… podía ser, pero ¿qué era eso de dos mil trece?
De nuevo revisé el periódico, no solo el encabezado, sino toda la primera plana. Vi el número de la edición de ese día, que seguíamos en el Distrito Federal y que era sábado. El encabezado decía no sé qué cosa sobre respuestas de Pemex, pero no hallé más fechas además de las que iban después de “el pasado viernes…”.
Después de la primera revisión empecé a sudar frío, y al final de la segunda sentí que los huevos se me hacían chiquitos chiquitos. Bajé el periódico y vi a mi alrededor, al vendedor pelón que me veía de reojo, al policía que se paraba de la silla del bolero, a los edificios, al parque y a los coches. Sí era el dos mil trece.
Lo creía, pero no lo creía. Bueno, digo… obvio lo creía porque lo tenía enfrente, o bueno… en todos lados. Digo que, literal no podía creer lo que veía, ¿me entiendes? ¿Cómo voy a creer que me brinqué sesenta y cuatro años? ¿En qué cabeza cabe? Uno se imagina cómo va a ser su vida en diez, quince años a lo mejor. Puede que no piense en el numerito ni en el mes ni en el día, pero pues sabe ¿no? Incluso puede que de pronto le dé por sentarse en una banca y pensar si va a tener hijos o cuándo. Digo, no lo he hecho, pero pues… puede ser ¿no? Lo que sí he hecho a veces es pensar en fechas cerradas: en los cincuenta, los sesenta. Incluso una vez en el dos mil, pero con todas las películas se me hacía muy fantasioso cómo la pintaban y ya después hasta pensé que la fecha era fantasiosa, aun cuando era obvio que iba a llegar. Eso era una cosa, ¿pero el dos mil trece? ¿A quién se le ocurre? Igual hubiera sido llegar al siete mil doscientos diecinueve.
Bajé el periódico despacio y creo que al mismo tiempo me estaba bajando el azúcar. Seguro me hubiera quedado ahí parado con el periódico en las manos y hubiera empezado a pensar, de no ser porque la figura del vendedor me llamó la atención. El tipo de las tarjetas ya no estaba y ahora el viejo había salido del puesto hacia mí. Traía cara de venir a regañarme porque allí no era biblioteca. De la nada se me figuró el tipo en la fábrica. Doblé el periódico y lo dejé encima del montón de donde lo tomé, asentí hacia el viejo y me fui sin escuchar ningún reclamo tras de mí.
Con  tal de ya no estar en el puesto de periódicos, por pura inercia di varios pasos como si supiera a dónde ir, luego volví a ver un montón de gente rara caminando para todos lados y me paré en seco. Vi hacia ambos lados de arriba abajo y todo seguía igual de extraño y pensé “qué bueno”. Digo, malo que siguiera cambiando y fuera más raro ¿verdad?
A esas alturas no sabía qué esperar, o dónde o cuándo. Empecé a sentir un hoyo en el estómago. Ahora que sabía justo en dónde y cuándo estaba, fue cuando más perdido me sentí. Tres minutos antes pude haberle pedido direcciones al policía, o al del puesto de periódicos o a los que estaban en la fábrica sin que me hubiera enterado de nada, ¿pero ahora? ¿a quién le iba a pedir ayuda? ¿a dónde se supone que quería llegar?
Recordé al tipo rubio que se me cruzó en la recepción del edificio y pensé en que a estas alturas mi departamento ya no sería mi departamento, si acaso el edificio seguía entero y seguía siendo lo que era antes.
Hasta entonces no me había puesto a pensar en las personas de mi época, más bien las sentía… ¿cómo es? ¿inconsciente? Pues creo que de manera inconsciente sabía que nadie que conociera estaba ni siquiera cerca de mí. Los sentía lejos, pues. Como el viento que sopla hacia ti y se va de pronto, sin que te des cuenta, a menos de que estés pensando en eso justamente. Entendí de pronto que de seguro todos ya estaban muertos.
Sentí un vacío, como de hambre, pero me tocó muy hondo. Ahora iba en serio: estaba bien perdido y no tenía idea de a dónde irme. Las personas caminaban como si quisieran correr. Volvió a llamarme la atención lo rápido que iban loa coches y cómo no dejaban de pasar. Ahí no podía esperar a que pasara un coche y caminar hasta el otro lado. Ni corriendo llegaría.
Todo esto me gustaba y distrajo, hasta que me di cuenta otra vez de la gente. Más gente que coches. Más lentos que los coches. ¿Por qué tanta gente, chingá?
Y entonces, atrás de la gente y de los coches, pasó el tren naranja.
¿Sabes? Todavía no estoy seguro de cómo ha de funcionar esta cosa. Lo que sí, va rápido. Y, ya sabrás, gente había mucha, con ver un coche parecía que ya habías visto todos. Lo interesante era ver qué pedo con ese tren.
Otro tren pasó enfrente de donde estaba y se me ocurrió que para llegar tenía que pasar a la gente y cruzar corriendo entre los coches.
Sin que me diera cuenta, ya estaba parado con los pies colgando en la banqueta. Cada que pasaba un coche me ponía a temblar y me echaba para atrás. Eran  tantos e iban tan rápido que no hallaba un hueco lo bastante grande como para echarme a correr.
Seguí con la mirada a una moto y vi que en la esquina había un puente enorme y muy alto que llevaba hasta la calle de enfrente. Otro coche pasó y otra vez me dieron ñáñaras. Fui a cruzar el puente.
Ahora que lo pienso, de no haberme quedado viendo el puentezote, me hubiera dado tiempo de cruzar. Ya qué.
Subí los escalones del puente, pero éramos tantos los que subíamos que casi casi era como estar esperando en una fila. Los coches pasaban debajo y el puente vibraba y empecé a sentir un hormigueo, espero que más por emoción que por miedo. A lo mejor creía que faltaba poco para que el puente se partiera en dos.
Llegué hasta el otro lado y empecé a bajar rápido, esquivando a señoras con sus chamacos y a ruquitos. Veía las vías pero no pasaba ningún tren. No veía por ningún lado taquilla o sala de espera ni nada, nada más un poste con un letrero azul que tenía dibujado algo… no sabía si un puente, una pared o qué, y otro con una flecha que apuntaba hacia abajo. Me acerqué y vi unas escaleras. Era como un sótano en la calle o algo. Los escalones doblaban a un lado y desde donde estaba, en parte por la luz de afuera y también por unos focos cuadrados de luz blanca, vi que se podía bajar más, pero no sabía si después de ese tramo habría luz.
No había perdido el miedo, pero creo que tanta gente me inspiró confianza de pronto. Bajaban los escalones, doblaban en la esquina y seguían sin pararse. Pasaron hombres, unos niños de la mano con su mamá, un muchacho más joven que yo y dos muchachas bonitas y me animé a seguirlos.
Bajé dos escalones cuando alguien me tocó la espalda. Me di la vuelta como para soltar un golpe pero solo vi a un montón de gente que no paraba de bajar. Una gorda que subía con una bolsa de mandado me dio con el hombro mientras subía, y bajé rápido.
Cuando se acabaron los escalones, llegué a una como sala con muchos pasillos que se perdían de vista. Las paredes eran lisas y blancas con unos carteles raros y con muchos colores. El piso tenía baldosas entre blancas y rosas con puntos negros que al principio confundí con aserrín y quise limpiar arrastrando la suela del zapato.
Había changarros, y también mantas extendidas en el piso llenas de cosas, con personas que llamaban a gritos a los que pasaban. Vi que una de las muchachas bonitas que había bajado estaba ahora haciendo fila. Como a esas alturas todo daba igual de miedo, quise acercarme y preguntarle lo que fuera, pero en eso, algo como una trompeta desafinada se escuchó en todas partes, muy fuerte. Que volteo, y así  como lo había visto antes, así apareció el tren, como un borrón naranja, que cada vez iba más lento, hasta que se paró, hizo ruido como el ferrocarril y un montón de puertas en los vagones se abrieron… hacia los costados. Se oyó otra vez la trompeta oxidada, las puertas se cerraron, el tren aceleró de nuevo y se fue.
Me acerqué a una barda de metal para ver cómo se iba el tren, como viendo animales en Chapultepec.
Ni un minuto pasó cuando otro tren llegó, y luego de ese, otro minuto y pasó otro, y luego otro sin pasajeros. A esa velocidad, seguro se iban a ir todos los trenes y me iba a quedar con las ganas de ver lo que era viajar en él.
Busqué la entrada. Había filas de personas entrando por un lado y saliendo por el otro, pasando por torniquetes. Me puse hasta atrás de la fila de los que entraban y conté cuántos faltaban antes de mí, pero iban tan rápido que perdí la cuenta.
Ya casi me tocaba y sentí ñañaras. Por fin pasó el último tipo frente a mí. Di dos pasos hacia enfrente, rápido y muy confiado, pero el condenado tubo no se movió y me golpeó en la boca del estómago. Me quedé colgando, queriendo escupir bilis hasta que sentí una mano sobre la espalda que me ayudaba a pararme. Le vi la cara a un policía que sí parecía más policía que soldado, porque estaba gordo y bigotón. Escuché voces de gente y chiflidos atrás, sentí otra mano en la espalda mientras el policía hacía señas que acallaron el barullo, luego se me acercó y me habló con voz entrecortada, como disuelta, algo como: “Chavo… ¿y tu boleto chavo…? ¡Pásenme el boleto deste buey” y a los de atrás que decían “¡Ya pásenlo!” o algo así.
Al policía se le acabó la paciencia, tronó la boca, me dio un empujón en el hombro y fue a recargarse sobre la barda de metal. Me le quedé viendo como dándole oportunidad de que regresara a ayudar, pero entonces sentí que me empujaban. El tipo de atrás gritó “¡Chingada madre…!”, metió un boleto blanco en una ranura y pasó al otro lado.
Me quedé viendo a los otros que avanzaban y hacían lo mismo. Pasaban y pasaban. Escuché otro tren, lo vi partir y sentí cómo se me iba la esperanza también. Se veía que esos boletos no se regalaban, ni podían valer menos de tres pesos.
Me acordé que no traía dinero ni para comer. Casi con tristeza, busqué en la bolsa del pantalón y vi que apenas hacía seis pesos en monedas de cincuenta, diez, uno y dos. En algunas veía el águila y en otras, una cara. Sobre las cabezas de unas personas formadas, con esa letra rara, decía en mayúsculas “taquilla”. Una señora se puso frente a la ventanilla, sacó un billete rosa y luego salió de la fila.
Miré mis monedas de bronce casi negro, con caras y águilas y otra vez sentí miedo, porque se me ocurrió que a lo mejor ya no se hacían las monedas que siempre había usado hasta entonces. A lo mejor y se habían dejado de usar las monedas de cualquier tipo y ahora todo se movía con billetes rosas.
No me quedaba de otra más que ir a formarme enfrente de la taquilla y rezar, rezar de a de veras para que, aunque fuera una sola vez, hubiera tan siquiera algo que no hubiera cambiado en sesenta años.
Me llegó una voz, de esas que primero suenan muy lejos. Como que no quise oírla, pero entonces me acordé que la última vez que hice algo así, el tren naranja por poco y me mata. Ahora que lo tenía tan cerca, eso podía ser más fácil.
Me pareció que la voz había dicho “¿lo paso?”, y la busqué a mi alrededor. Pensé que podía ser cualquiera, hasta que sentí toquecitos sobre mi hombro.
– Oiga, joven ¿quiere que lo pase?
Era un viejo. No se me ocurrió entonces, pero después de calcular y ver que entre mil novecientos treinta y tres y el dos mil trece había ochenta años, supe que yo mismo podía ser ese viejito bien vestido.
En el momento en que me habló no supe decir lo que sentí, o lo que se me ocurrió muy en el fondo, pero ahí estuvo esa sensación y se quedó un buen rato. No reaccioné como hubiera querido, pero aún con la inquietud, el instinto no me hizo olvidar que estaba corto de opciones y no había que desperdiciarlas cuando se presentaban, mucho menos si era la primera vez que una lo hacía con gentileza y viéndome a los ojos.
Pude haberle dicho que las monedas que quizás él guardaría en un baúl de los recuerdos en cincuenta años, las llevaba ahora en la bolsa del pantalón, pero solo bajé la mirada cuando estuve a su lado y le dije gracias.
La incertidumbre o quizás la desconfianza no abandonó los ojos del viejo en ningún momento. Sacó una cartera marrón, seguramente de cuero, y muy desgastada. Estuve atento, para ver qué caras tendría el dinero en el futuro.
Esperaba ver cualquier cosa, pero no la tarjeta amarilla que el hombre extrajo y pasó sobre una placa que de inmediato soltó un pitido parecido al del tren, pero más corto y callado, al tiempo que se encendía una lucecita verde.
Mira que enterarte de que las monedas, los billetes, el cambio y todas esas cosas ya no existen. Supongo que crucé las barras con algo de temor, pero cuando estuve del otro lado y miré hacia el policía, las filas y la taquilla, sentí como si dos pasos me hubieran llevado a un lugar diferente del que estaba antes.
Vi pasar los últimos vagones del tren naranja, se perdieron de vista, y sonreí, así, de la nada.
Empecé a caminar lento, como flotando. Creí escuchar al viejo tras de mí, gritando un poco más alto cada vez, luego, su voz se empezó a apagar con cada paso que daba. Me di la vuelta, pero ya no lo vi. Todo había vuelto a cambiar de pronto.
Y ya no me importó saber si iba a volver a mi casa en el tiempo correcto, o qué iba a ser de mi vida si me quedaba en el futuro. Solo sabía que había sido un día duro, me quedaba un único objetivo y estaba a punto de alcanzarlo.
El tren se había detenido mientras caminaba hacia él. Sus puertas se abrieron y no tuve que detenerme antes de entrar. Brinqué cuando las éstas se cerraron atrás de mí. Pensé que si no estabas atento, hasta te podían cortar un brazo o una pierna.
Se me movió el piso de pronto. Quise clavar los pies, pero me estampé en un tubo de metal, lo agarré bien fuerte y pude sentir que nos movíamos muy rápido.
Ora que lo pienso, creo que me quedé un rato así, abrazado al tubo y viendo para abajo, y cuando alcé la vista…
Una vez subí a un tren que iba a Guadalajara. Pensé que ese vagón se parecía a ese en el que estaba ahora, pero para ser sinceros, no me acuerdo muy bien. Creo que antes de hoy sí me acordaba, pero ahora, la imagen de este vagón tapa a la otra, y ya no veo bien en qué se diferenciaban. El color, los asientos, las ventanas… y la gente, seguro. A lo mejor ni se parecen esos vagones en nada. A lo mejor y me dije a mi mismo que se parecían así como me agarré de ese tubo, para que no me cayera. A lo mejor y ya empiezo a creer que los vagones son como estos que veo, y no como esos que una vez conocí. No sé, no sé. Mejor ni pensar en eso.
La gente de allí me provocaba tan poca confianza como toda la que había visto hasta entonces. Lo bueno fue que allí parecía haber mucha menos. Quizá porque el vagón era muy grande o porque de verdad no había casi nadie.
Había un lugar vacío y nadie alrededor, y allí me senté. Ya después, si alguien se sentaba a mi lado, me levantaba y buscaba otro lugar donde no hubiera tantas personas, y si no había, me quedaba de pie, recargado en las puertas que no se abrían.
En una de esas, las puertas en las que me recargué se abrieron y sentí que se me trepaba el corazón. Desde entonces, siempre que el tren se paraba, me quitaba de las puertas y veía para atrás. A veces se abrían, otras veces no, y otras, se abrían las por los dos lados.
Había veces que el vagón se llenaba tanto, que terminábamos todos apretados. Entonces salía y veía si los otros vagones estaban igual, y esperaba en el andén, de pie, hasta que llegara uno sin tanta gente. Creo que era el único que lo hacía, y había quienes me veían raro, así como me veías tú hace rato, no sé si por estar ahí parado, o por cómo me vestía. A lo mejor y saben darse cuenta de quién no es de aquí. Total que, cuando podía, me sentaba en el lugar junto a la ventana.
A veces no veía nada más que las paredes de los túneles por los que pasábamos. Otras, veía cómo pasaban rápidos los coches, las calles, los edificios, la gente y hasta las nubes. Adentro, la gente subía y bajaba sin que me fijara en nadie en especial, casi sin que me diera cuenta. De pronto veía carteles, rajaduras y pintarrajeadas que antes no estaban. Eran de esas veces en que el tiempo se movía rápido, así como se había movido en todo el día. Todo cambiaba mientras estaba con la frente recargada en la ventana.
Todos los vagones tenían esos dibujos, y me tuve que esforzar para entender lo que decían. Tacuba, Colegio Militar, Hidalgo, Bellas Artes, Zócalo. Ya no sabía si los nombres que no conocía, no los conocía porque eran nuevos, o porque no los conocía en mis tiempos, pero me daba gusto descifrar las palabras raras esas y ver que había cosas familiares y que todavía seguían allí.
Y así he estado. Viajando de estación en estación. Vi un mapa muy grande en una de ellas. Había más de un camino por el que iban los trenes. También vi que no se llamaban “trenes” sino “metro”. Sistema de Transporte Colectivo Metro. Me di cuenta que podía ir y venir a distintos lugares y que no me iban a cobrar nada.
Las cosas siguen cambiando a mi alrededor con cada paso que doy, aunque nunca estoy seguro de cómo, por eso también dejé de preguntármelo. Dejé de pensar en cuanto iban a durar los cambios y a qué año había llegado. De alguna forma sentía, o quería sentir, que me estaba acostumbrando. Ya hasta me quedaba sentado cuando estaba rodeado de personas.
Ahí fue cuando te vi.