domingo, 27 de noviembre de 2011

Calor

Dentro de ti late un sol
¿Yo? un mundo girando alrededor
que espera amanecer y teme al ocaso

Hay otros mundos, claro,
y ninguno resiste tu poder de atracción.
Vaya libertad la tuya, que nos tiene cautivos

Cuando te vayas, lo harás muy pronto,
y nunca sabrás que hubo otros mundos.
Las estrellas no saben que existen los planetas

Cuando tu luz se apague todo estará muy frío.
Y todo va a morir muy lento

martes, 15 de noviembre de 2011

Amadeo o el vampiro que me sedujo

Por amoríos como éstos es mejor que lo maten a uno desde el principio.
Un vampiro ha dejado una marca en el cuello de una chica. La marca no desaparece. Más bien parece que se impregna a la piel. Se le escapa la vida por ahí. Su cabello ya no es rubio ni está radiante. Cada vez hay menos brillo en esos ojos. La piel se ha secado sobre los huesos. ¿Esperaban acaso otra cosa? ¿Acaso no nos drena a todos el amor?
La chica no puede sostener su peso por más tiempo y se queda en cama para morir.
¿Y el vampiro? No sabría decirlo. Probablemente nadie le habló sobre la condición de la chica. Quizás tiene miedo de los familiares y amigos que rodean su cama, y de todos en el pueblo. O tal vez (solo tal vez) el vampiro sabe más sobre el amor que cualquiera de nosotros. Ha vivido tantos años, ha visitado tantos lugares y ha visto el amanecer y el ocaso de tantos humanos, que hace mucho descubrió las cosas que en verdad valen la pena.
Aunque qué se yo. A lo mejor solo era un vampiro muy cusco. 

domingo, 13 de noviembre de 2011

La distancia


Hay lazos invisibles en ti.
En ti existen lazos
que se volvieron raíces.
Nos unen a un aquí y a un cuándo.
O a veces al mañana
que se ve en la distancia,
o en el pasado

Hay lazos invisibles en ti.
Nos unen a ti y a mí y a otro tanto.
Hay hijos sin padres
que aún así conservan los lazos

En nosotros hay rasgos perdidos
que no se han olvidado.
Si llegamos a este mundo y nos vamos
no morimos.
Todavía les queda a los niños
el destino




domingo, 23 de octubre de 2011

AMADA

La oscuridad es mi disfraz
para ocultar la verdad
de lo que querías de mí.

Siempre te amé
pero no lo puedo decir.
Significaría volver
y verte otra vez.
Creer que no existió
el baile de tu pasión.

Es mejor si no me vuelves a ver.

Siempre estaré cerca de ti.
Vigilante de las sombras
que proyectan tus cortinas.
que bailan en mi honor.

No queda más que decirte adiós.

miércoles, 13 de julio de 2011

Antes de morir




Todo empezó como iba a terminar: con un encuentro casual. Chocamos de frente.

La maga recogía sus cosas del suelo, la gente pasaba junto a ella y seguía hasta donde yo estaba, cuando mi imaginación halló un punto de fuga hasta entonces incapaz de torcer la realidad. De pronto, tanto la maga postrada ante mí como la muchedumbre imparable desaparecieron, dejándome tras una roca, a salvo de ser arrastrado por la corriente de un río.

El origen de aquella grieta hacia el delirio parecía no tener explicación. Por lo regular, lo único que pensaba  a la hora de caminar por la calle era en mi filosofía de no detenerse a ver a los que no pudieron seguirme el paso.

La maga seguía en medio del camino y yo veía venir a los peatones cuando, una vez más, me fue aplicada una imprevista dosis de imaginación que, por haber sido más pequeña que la anterior, no resultó menos letal. De pronto, en lo único que podía pensar era en salmones: los únicos capaces de nadar contracorriente.

No aparté los ojos de la maga durante un buen rato. Para entonces ya había perdido la noción del tiempo, e incluso, el sentido de la percepción coherente. Dejó de importarme que la maga siguiera en medio del camino sin dar señales de irse pronto. Ni siquiera me alarmé un poco cuando creí verla tirar una cosa justo después de haberla recogido. Como si lo único que le importara fuera estar ahí. Fingiendo demencia. Esperando.

De repente, lo comprendí. Aquella mujer había estado tratando de hacerme entender que mi única salida radicaba en hacer una buena acción por primera vez, ayudando al prójimo a apartarse del camino. Sin esperar nada más, me puse en cuclillas frente a ella y comencé a recoger cosas.

Al principio agradecí la suerte que tuve al no toparme con un abogado o un contador, pero, al verme incapaz de reconocer la mitad de los objetos en mis manos, recordé cómo siempre me jacté de ser un especialista en maletines burocráticos, y me dije a mí mismo que hubiera sido mejor haber recogido expedientes, pagarés, o alguna otra cosa con la cual me sintiera identificado.

Del sin fin de rarezas que llamaron mi atención al momento de recogerlas, podría nombrar solo unas cuantas: pastillas del día después de mañana, “la regla”, y un punto con la letra “g” escrita con elegante soltura. Encontré una cadena en la cual pendía el símbolo del ying-yang, cuya mitad oscura adoptó de pronto la forma de un hombre haciendo un 69 y me hizo apartar la vista con la misma velocidad con la que me hubiera quitado un escorpión del hombro. Tomé unas esposas y después unas mascadas de seda roja, perfectas para sujetar muñecas y tobillos a los bordes de una cama, o para ocultar un par de palomas en la mano, según se diera el caso.

Solo podía haber una explicación para que tantas curiosidades hubieran llegado hasta mí sin antes haber llamado mi atención desde el iluminado escaparate de una tienda: me había cruzado en el camino de un mago simplón cuando se disponía a cumplir con su propósito en la vida.

- Si acaso no tiene algún otro trabajo de medio tiempo –dije para mí mismo.

- Lo que hago es lo que soy… Lo que soy es lo que ves -canturreó de pronto una voz interior que creí mía hasta que se volvió seductora-… Lo que ves que hago, no lo hago porque soy lo que soy, sino por quien soy… Lo que ves que soy, lo soy más por quien soy, que por lo que hago por ser lo que soy… Lo que ves que hago, lo hago porque hago lo que hago por lo que soy… Creo que creo en lo que creo que no creo… Y creo que no creo en lo que creo que creo…

Aquel trabalenguas, como muchas cosas ese día, fluyó igual que un río hasta volverse incomprensible.

Cuando al fin pude ignorar la voz en mi cabeza, sentí como si hubiera logrado escapar del trance de una sirena. Recobré el sentido de la realidad. Me di cuenta de que en mis manos solo quedaba una cosa que no había visto aún.

Una varita.

- Demasiado frágil como para romper el alma de un hombre a golpes -pensé-. Perfecta para encontrar lugares un tanto más sensibles y desprotegidos.

Al examinar con más cuidado su finura y rectitud, me llegaron imágenes de los hechiceros en las películas y en los libros que en raras ocasiones me vi forzado a ojear. Pensé en cómo eran las varitas que usaban para despedir gráficos en una pantalla verde, o tinta multicolor sobre el papel: retorcidas como brazos arrancados de la madre naturaleza. Como si la imperfección fuera sinónimo de una vida llena de experiencia. 

- Eso es para una cometa al rato -le escuché decir por primera vez a la maga, sacándome de la duda, leyéndome el pensamiento sin siquiera habernos mirado a los ojos, y obligándome a ver una vez más lo que tenía en mis manos.

Descubrí que la maga no estaba hablando de poderes caóticos encerrados en una ancestral reliquia de cuento de hadas, sino de algo que un niño de primaria podía comprar sin ningún problema un día antes de realizar la actividad correspondiente a su clase de Español 1.

Por primera vez desde que cumplí con dicha tarea, me pregunté qué demonios tenía que ver la técnica apropiada para hacer que una cometa de papel maché aprovechara las corrientes de aire, volando más tiempo del que le tomara caer al suelo, con reglas gramaticales, de sintaxis y conjugaciones verbales. ¿Por qué las manualidades habrían de ayudarnos a hablar mejor entre nosotros?

Me olvidé de la varita un momento al preguntarme si la maga estaría tratando de tomarme el pelo. No hizo falta mirarla a los ojos para hallar la respuesta.

Al levantar el rostro, antes de que algo entre sus manos llamara mi atención, mis ojos encontraron los senos de la maga. No me quedó ninguna duda de que sus palabras debían ser reales también.

Unas manos de quiromántica prestidigitadora sostenían la varilla gemela de la que yo tenía. Casi parecía que deseaban encontrarse. No cabía duda de que juntas debían formar el sostén cruciforme del juguete volador.

Ya antes había oído acerca de las señales que le indicaban a un hombre el momento en que debía alejarse de una mujer en el acto. Con gran esfuerzo recordé haber captado tres en toda una noche de alcohol y baile, pero estaba seguro de que la maga me había dado diez en el minuto que llevábamos de conocernos.

Era momento de salir corriendo. Levanté el rostro y por fin la miré a los ojos. No tardaría mucho en entender que eso fue, por mucho, lo último que cualquiera en mi lugar hubiera hecho si su intención hubiera sido salir corriendo después.

La belleza de la maga parecía del dominio público. Me hizo pensar que había hallado la piedra angular para que Televisa, Azteca 13, Twentieth Century Fox, o cualquier otra, comenzara a filmar una versión de Bewitched para aquellos indignos de sentirse identificados con la magia al estilo hollywoodense, incapaces de salir de su pequeño mundo de televisión abierta.

Mis pensamientos iban de la propaganda a la maga. No era como si ya hubiera visto a esa mujer en alguna parte, más bien tuve el presentimiento de que volvería a verla algún día.

Tal y como el río fluye hasta una cascada de relieves rocosos, corrió el tiempo de nuestro encuentro. Hasta ese momento, pocas cosas había sido tan breves e intensas. Las personas volaron a nuestro alrededor como las asistentes de los magos que anhelan ver la luz después de pasar una eternidad bajo una manga.

Mi memoria se volvió amnesia. Si el enigma de “soy lo que ves que hago y demás” había sido difícil de interpretar, sin duda lo hubiera recitado mejor de lo que habría podido recordar una palabra que intercambié con la maga.

No me sorprendió que nuestro acuerdo de vernos pronto fuera lo único que la amnesia me permitió recordar. Era lógico suponer que ocurría lo mismo en todos los encuentros casuales del mundo. Lo curioso era que recordaba a la maga confirmando la inesperada cita con una sonrisa que, más allá de darme a entender que la esperaba con ansia, casi me hizo creer que sabía a qué hora y en qué lugar iba a darse.  

De pronto sentí como si me hubieran quitado de encima un peso que había olvidado que tenía. Cuando la maga tomó de mis manos las cosas que había recogido por ella, recordé muy tarde que debía devolvérselas para que se apartara de mi camino.

Antes de irse, la maga me dio un beso en la mejilla como si contáramos con una vida de habernos conocido. 
Llevando en alto un viejo paraguas con cabeza de cóndor en lugar de mango, caminó en contra de la muchedumbre que se abría paso ante ella, cambiando su anterior papel de piedra de río por la de un Moisés, Libertador de Tepito, poniendo así punto y aparte a nuestras vidas hasta que volviéramos a vernos.

Mientras la maga se alejaba, sentí que mi mundo volvía a girar sobre su órbita acostumbrada.

Libre de la droga que desprendía la piel de la maga, no lograba comprender qué fuerza era la que mantenía mi vista prendada a su paraguas, el cual, a medida que se mezclaba entre la multitud, delineaba surrealismos en mi mente, primero haciéndome creer que el ave en el mango flotaba posado en una boya sobre las cabezas de la gente, para luego ver cómo le crecían las alas con las que volaría en solitario.

A diferencia de mi primer pensamiento, la sombrilla no fue la sonrisa del gato de Chesire que esperé ver antes de que la maga desapareciera por completo. Verla encogerse con cada paso que daba fue un lento y amargo tormento.

No me quedó duda de que estaría condenado  a ver a la maga alejarse de mí por toda la eternidad. De pronto, la distancia me hizo verla como si fuera una rara estampilla. Siempre lamentaré no haber tomado la fotografía que debería guardar en mi billetera. Sin duda aquel paraguas roto hubiera resguardado a mi corazón en los días tormentosos.

Con tal de no perderme los últimos momentos de deleite, mis ojos se volvieron lentes de largo alcance. Por primera vez me di cuenta de cómo estaba vestida la maga y me molestó haber tenido tantos problemas para quitar a la sombrilla de mis pensamientos, al descubrir que pude haberla usado para hallar dicha verdad.

Pese a mi enojo, pude echarle una última mirada de arriba abajo a la maga antes de que desapareciera. Cuando se esfumó sin volver la vista atrás, un murmullo en mi interior quiso salir a través una sonrisa para decir:

- ¡Vaya sorpresa! Mary Poppins tiene prisa por volar cometas.