miércoles, 24 de agosto de 2016

Otro modo para usar un cadáver


Para Omar, el artista

En un tristemente olvidado pasaje de sus memorias, el otrora guardián de gabinetes, Jezekyvnenz Rudjiamelov, habla sobre el descontento y derrotismo reflejados en el rostro  de un joven Rembrandt al salir de una sala concurrida del Waag una mañana de noviembre de 1631.
Meses atrás, al pintor neerlandés le había sido comisionada la creación de un retrato que resaltara los atributos eruditos del célebre médico Nicolaes Pietersz Tulp, tanto para asegurarle reconocimiento y memoria perpetua a éste, como para refutar honor y renombre al Gremio de Cirujanos de Ámsterdam.
Según el testimonio fidedigno de aquellos cuya presencia a aquella cita pudo corroborarse, Rembrandt se mostró menos obtuso de lo que acostumbraba cuando se le hacía una propuesta. Muy por el contrario, extrañó a varios notar que el joven artista aceptó el trabajo con facilidad inusitada, como si, de hecho, hallara en él una auténtica pasión, a sabiendas de que se trataba de un reto. Rembrandt incluso dijo a los presentes que tenía en mente la escena adecuada para satisfacerlos, tanto a ellos como a sus asociados.
Teniendo fe en el prometedor artista, y como ya había dado pruebas de su talento, la comitiva del consejo salió de la junta segura de que el trabajo de Rembrandt sería excepcional. Hubo quienes anticipaban su mejor obra y hablaban entre murmullos del encargo, orgullosos de que estuviera dedicada al doctor Tulp y a sus allegados.
La certeza del triunfo de la obra tenía un lugar tan asegurado entre los entendidos, que incluso se dice que las peticiones del Gremio para frecuentar el estudio de Rembrandt y ver su progreso pasaron de ser mínimas a nulas durante las primeras semanas, otorgándole la licencia que el artista pedía para que se le dejara trabajar a sus anchas.
Tras todo lo anterior dicho, fue una sorpresa para todos que Rembrandt se presentara aquella mañana de noviembre de 1631, no solo porque nadie en el Consejo Gremial esperaba verlo tan pronto, en una fecha mucho anterior a lo esperado por cualquiera para que la obra estuviera lista, sino porque además, estaban seguros de que Rembrandt no mostraría la pieza antes de ser develada de manera oficial, en presencia del doctor Tulp. Cuando se le preguntó por la inusitada rapidez con que había terminado el encargo, el artista respondió:
- A medida que daba forma a la  pieza, me volví presa cada vez más sometida a una pasión desbordada. En algún punto, la pintura cobró vida propia y me obligó a seguir. Dependía de mí para que viviera, y quería vivir.
Dijo además que, con tal de asegurar el buen visto general del Consejo previo a que la obra fuera mostrada al doctor Tulp, quería aprovechar mientras éste se encontraba fuera de la ciudad realizando exámenes médicos a los marinos que emprenderían un viaje hacia la ciudad de Massachusetts.
Rembrandt se excusó una vez más por interrumpir la junta matutina, a lo cual, muy por el contrario, los concejales instaron que bien valía la pena interrumpir sus labores con tal de ser parte del tan histórico momento.
Por un segundo, la emoción y expectativa fue recíproca en ambos extremos del salón. Rembrandt quitó la manta del lienzo y el silencio fue absoluto.
El pintor moría por dar a conocer aquello que había inspirado su obra, y no se dio cuenta de que los presentes habían quedado mudos, no tanto de asombro, sino de incredulidad.
En primer lugar, Rembrandt dijo que, por tratarse solo de una fantasía imposible, no se había atrevido a alimentar la vaga esperanza sobre el motivo por el cual lo habían citado en el Waag. No obstante, cuál fue su sorpresa cuando una nueva pasión llenó su espíritu. Efectivamente, confirmó que no era sueño imposible, sino realidad auténtica que los distinguidos dirigentes del bien amado Gremio de Cirujanos de Ámsterdam habían tenido a bien dejar en manos de su ingenio rendir tributo al doctor Tulp.
La dicha inundó a Rembrandt pero, sabiéndose observado, tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para permanecer impasible y no arrodillarse ante quienes por fin le dieron licencia para concretar aquello que una repentina inspiración había arraigado en un resquicio diminuto pero vital, tanto de su espíritu, como de su mente creadora.
Años atrás, la anécdota que había impresionado tanto a Rembrandt había comenzado a esparcirse por los barrios bajos. Para los siguientes meses, no tardó en volverse de lo más sonado, ya no solo en Ámsterdam, sino hasta las afueras de la capital. Rembrandt mismo era partidario de que la Historia se encargaría de dotar a la noticia del carácter digno de cualquier porción de folclor nacional.
El doctor Nicolaes Tulp había tenido a bien demostrar la capacidad del hombre en la búsqueda del conocimiento a través de una de las muestras más representativas del saber y progreso de la era moderna aplicado a las ciencias, todo reflejado en una lección de anatomía impartida solo a un puñado de los alumnos y profesores más brillantes y destacados de la Universidad Leiden elegidos por sorteo, quienes tuvieron el privilegio de atestiguar y aprender del más grande maestro que habían dado a conocer los Países Bajos.
Luego de utilizar sus instrumentos para llevar a cabo un corte quirúrgico a un cadáver, demostrando el funcionamiento de la mano a través de la manipulación de los músculos flexores del antebrazo, Tulp creyó haber ganado la atención de los presentes, sin embargo, no tardó en notar que ni él, ni el objeto de su lección eran en lo que se concentraba la atención de los presentes, sino en un vaso lleno con la aun no tan popular mezcla de ron con bebida a base de cola y hielo, y que tardaría algún tiempo en tener entretenida y dichosa a la sociedad etílica de las clases más bajas y corrientes.
No era solo el hecho de que se hubieran introducido bebidas alcohólicas en el recinto lo que llamó la atención de los presentes, sino el modo en el cual un presunto estudiante de medicina había utilizado otro tipo de ciencias (arcanas, tal vez) para mantener el equilibrio del recipiente y el de su contenido, manteniéndolos en un balance ideal sobre la pantorrilla derecha del cadáver con el que se pretendía dar la clase.
En este punto se encuentra el mayor número de divergencias para proseguir el relato.
Suele restársele validez a las versiones contadas por quienes se sabe que estuvieron presentes, pues es un hecho que, antes que la verdad, sus intereses primordiales eran salvaguardar el buen nombre del doctor Tulp. Son estos testigos presenciales quienes peor hablan del incidente, y quienes peor hablan del estudiante responsable, negando que su acción haya tenido validez real como contribución a la ciencia, refiriéndose a ello como una burla, o simplemente negando que cosa semejante hubiera pasado.
No obstante, este punto del relato es, también, el que alimenta la voz del vulgo, dotando a las múltiples versiones de un sinfín de sentidos y enseñanzas, volviéndolas parte del folclor popular de carácter aleccionador.
Un conteo actualizado revela que el número de personas que afirman haber presenciado la susodicha clase del doctor Tulp es de unos mil quinientos, cuando el anfiteatro del Waag solo cuenta con una capacidad máxima para setecientas personas.
La voz popular es la que, con el paso de los años, se ha encargado de recalcar la cólera de Tulp, no porque la interrupción de la clase fuera un freno al progreso científico, sino porque un estudiante de baja categoría llevó a cabo un descubrimiento que lo eclipsó frente a los presentes. Los celos hicieron que el doctor pidiera a los guardias del lugar sacaran inmediatamente al profanador de la lección.
Tras mostrar el cuadro y ver el desconcierto reflejado en los rostros de los presentes,  Rembrandt se dio cuenta muy tarde de que su genio y libertad creativa no serían bien vistos por el Gremio de Cirujanos de Ámsterdam. Inmediatamente se le instó con euforia a que fuera retirada la parte en la cual aparecía el así llamado ‘truhán’ (ya sin siquiera referirse a él como ‘el estudiante de medicina’), asegurándole que no había cabida en aquel recinto (mucho menos a ojos del doctor Tulp) para que ofensas a su oficio quedaran plasmadas en obras pictóricas, mucho menos si se esperaba que éstas tuvieran un lugar dentro de su colección.
Desconcertado en un principio, furioso luego, sin más palabras, Rembrandt salió de la sala y atravesó el pasillo hacia la salida mientras cubría el lienzo con la manta, momento en que fue objeto de atención del guardián Rudjiamelov.
No se sabe bien porqué Rembrandt tardó tanto en volver a tener contacto con el Consejo Gremial de Cirujanos. Hay quienes se preguntan por qué volvió a tener contacto alguno con ellos. No se sabe tampoco bajo qué circunstancias especiales aceptó hacer el cambio que le solicitaron en la pintura. La teoría más aceptada es que el neerlandés no empezó desde cero como le habían solicitado. Se mantuvo firme y logró que aceptaran la condición de que no haría otra cosa además de borrar al Estudiante Truhán de la escena.
Solo cuatrocientos años después nos dimos cuenta que las sorprendidas expresiones de los presentes en  La lección de anatomía del dr. Nicolaes Tulp no tenían que ver con la común musculatura humana, sino con el innovador método de reciclar cadáveres para hacer portavasos y quien sabe cuántos otros utensilios más.
Por cierto que, los rumores afirman que, de haber estado de un mejor humor, a Rembrandt le hubiera gustado que la pieza llevara por título El estudiante sarcástico ruega para que no lo saquen del aula.