Para Omar, el artista
En un tristemente olvidado pasaje de sus memorias, el otrora guardián de gabinetes, Jezekyvnenz Rudjiamelov, habla sobre el descontento y derrotismo reflejados en el rostro de un joven Rembrandt al salir de una sala concurrida del Waag una mañana de noviembre de 1631.
Meses
atrás, al pintor neerlandés le había sido comisionada la creación de un retrato
que resaltara los atributos eruditos del célebre médico Nicolaes Pietersz Tulp, tanto para asegurarle
reconocimiento y memoria perpetua a éste, como para refutar honor y renombre al
Gremio de Cirujanos de Ámsterdam.
Según el testimonio fidedigno de
aquellos cuya presencia a aquella cita pudo corroborarse, Rembrandt se mostró
menos obtuso de lo que acostumbraba cuando se le hacía una propuesta. Muy por
el contrario, extrañó a varios notar que el joven artista aceptó el trabajo con
facilidad inusitada, como si, de hecho, hallara en él una auténtica pasión, a
sabiendas de que se trataba de un reto. Rembrandt incluso dijo a los presentes
que tenía en mente la escena adecuada para satisfacerlos, tanto a ellos como a
sus asociados.
Teniendo fe en el prometedor
artista, y como ya había dado pruebas de su talento, la comitiva del consejo salió
de la junta segura de que el trabajo de Rembrandt sería excepcional. Hubo
quienes anticipaban su mejor obra y hablaban entre murmullos del encargo,
orgullosos de que estuviera dedicada al doctor Tulp y a sus allegados.
La certeza del triunfo de la obra
tenía un lugar tan asegurado entre los entendidos, que incluso se dice que las
peticiones del Gremio para frecuentar el estudio de Rembrandt y ver su progreso
pasaron de ser mínimas a nulas durante las primeras semanas, otorgándole la
licencia que el artista pedía para que se le dejara trabajar a sus anchas.
Tras todo lo anterior dicho, fue
una sorpresa para todos que Rembrandt se presentara aquella mañana de noviembre
de 1631, no solo porque nadie en el Consejo Gremial esperaba verlo tan pronto,
en una fecha mucho anterior a lo esperado por cualquiera para que la obra
estuviera lista, sino porque además, estaban seguros de que Rembrandt no
mostraría la pieza antes de ser develada de manera oficial, en presencia del
doctor Tulp. Cuando se le preguntó por la inusitada rapidez con que había
terminado el encargo, el artista respondió:
- A medida que daba forma a
la pieza, me volví presa cada vez más
sometida a una pasión desbordada. En algún punto, la pintura cobró vida propia
y me obligó a seguir. Dependía de mí para que viviera, y quería vivir.
Dijo además que, con tal de
asegurar el buen visto general del Consejo previo a que la obra fuera mostrada
al doctor Tulp, quería aprovechar mientras éste se encontraba fuera de la
ciudad realizando exámenes médicos a los marinos que emprenderían un viaje
hacia la ciudad de Massachusetts.
Rembrandt se excusó una vez más
por interrumpir la junta matutina, a lo cual, muy por el contrario, los
concejales instaron que bien valía la pena interrumpir sus labores con tal de ser
parte del tan histórico momento.
Por un segundo, la emoción y
expectativa fue recíproca en ambos extremos del salón. Rembrandt quitó la manta
del lienzo y el silencio fue absoluto.
El pintor moría por dar a conocer
aquello que había inspirado su obra, y no se dio cuenta de que los presentes
habían quedado mudos, no tanto de asombro, sino de incredulidad.
En primer lugar, Rembrandt dijo
que, por tratarse solo de una fantasía imposible, no se había atrevido a
alimentar la vaga esperanza sobre el motivo por el cual lo habían citado en el
Waag. No obstante, cuál fue su sorpresa cuando una nueva pasión llenó su
espíritu. Efectivamente, confirmó que no era sueño imposible, sino realidad
auténtica que los distinguidos dirigentes del bien amado Gremio de Cirujanos de
Ámsterdam habían tenido a bien dejar en manos de su ingenio rendir tributo al
doctor Tulp.
La dicha inundó a Rembrandt pero,
sabiéndose observado, tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para
permanecer impasible y no arrodillarse ante quienes por fin le dieron licencia
para concretar aquello que una repentina inspiración había arraigado en un
resquicio diminuto pero vital, tanto de su espíritu, como de su mente creadora.
Años atrás, la anécdota que había
impresionado tanto a Rembrandt había comenzado a esparcirse por los barrios
bajos. Para los siguientes meses, no tardó en volverse de lo más sonado, ya no
solo en Ámsterdam, sino hasta las afueras de la capital. Rembrandt mismo era
partidario de que la Historia se encargaría de dotar a la noticia del carácter
digno de cualquier porción de folclor nacional.
El doctor Nicolaes Tulp había
tenido a bien demostrar la capacidad del hombre en la búsqueda del conocimiento
a través de una de las muestras más representativas del saber y progreso de la
era moderna aplicado a las ciencias, todo reflejado en una lección de anatomía
impartida solo a un puñado de los alumnos y profesores más brillantes y
destacados de la Universidad Leiden elegidos por sorteo, quienes tuvieron el
privilegio de atestiguar y aprender del más grande maestro que habían dado a
conocer los Países Bajos.
Luego de utilizar sus instrumentos
para llevar a cabo un corte quirúrgico a un cadáver, demostrando el funcionamiento de la mano a través de la
manipulación de los músculos flexores del antebrazo, Tulp creyó haber ganado la
atención de los presentes, sin embargo, no tardó en notar que ni él, ni el
objeto de su lección eran en lo que se concentraba la atención de los
presentes, sino en un vaso lleno con la aun no tan popular mezcla de ron con
bebida a base de cola y hielo, y que tardaría algún tiempo en tener entretenida
y dichosa a la sociedad etílica de las clases más bajas y corrientes.
No era solo el hecho de que se hubieran introducido bebidas
alcohólicas en el recinto lo que llamó la atención de los presentes, sino el
modo en el cual un presunto estudiante de medicina había utilizado otro tipo de
ciencias (arcanas, tal vez) para mantener el equilibrio del recipiente y el de
su contenido, manteniéndolos en un balance ideal sobre la pantorrilla derecha
del cadáver con el que se pretendía dar la clase.
En este punto se encuentra el mayor número de divergencias
para proseguir el relato.
Suele restársele validez a las versiones contadas por
quienes se sabe que estuvieron presentes, pues es un hecho que, antes que la
verdad, sus intereses primordiales eran salvaguardar el buen nombre del doctor
Tulp. Son estos testigos presenciales quienes peor hablan del incidente, y
quienes peor hablan del estudiante responsable, negando que su acción haya
tenido validez real como contribución a la ciencia, refiriéndose a ello como
una burla, o simplemente negando que cosa semejante hubiera pasado.
No obstante, este punto del relato es, también, el que
alimenta la voz del vulgo, dotando a las múltiples versiones de un sinfín de
sentidos y enseñanzas, volviéndolas parte del folclor popular de carácter
aleccionador.
Un conteo actualizado revela que el número de personas que
afirman haber presenciado la susodicha clase del doctor Tulp es de unos mil
quinientos, cuando el anfiteatro del Waag solo cuenta con una capacidad máxima
para setecientas personas.
La voz popular es la que, con el paso de los años, se ha
encargado de recalcar la cólera de Tulp, no porque la interrupción de la clase
fuera un freno al progreso científico, sino porque un estudiante de baja
categoría llevó a cabo un descubrimiento que lo eclipsó frente a los presentes.
Los celos hicieron que el doctor pidiera a los guardias del lugar sacaran
inmediatamente al profanador de la lección.
Tras mostrar el cuadro y ver el desconcierto reflejado en
los rostros de los presentes, Rembrandt
se dio cuenta muy tarde de que su genio y libertad creativa no serían bien
vistos por el Gremio de Cirujanos de Ámsterdam. Inmediatamente se le instó con
euforia a que fuera retirada la parte en la cual aparecía el así llamado
‘truhán’ (ya sin siquiera referirse a él como ‘el estudiante de medicina’),
asegurándole que no había cabida en aquel recinto (mucho menos a ojos del
doctor Tulp) para que ofensas a su oficio quedaran plasmadas en obras
pictóricas, mucho menos si se esperaba que éstas tuvieran un lugar dentro de su
colección.
Desconcertado en un principio, furioso luego, sin más
palabras, Rembrandt salió de la sala y atravesó el pasillo hacia la salida
mientras cubría el lienzo con la manta, momento en que fue objeto de atención
del guardián Rudjiamelov.
No
se sabe bien porqué Rembrandt tardó tanto en volver a tener contacto con el
Consejo Gremial de Cirujanos. Hay quienes se preguntan por qué volvió a tener
contacto alguno con ellos. No se sabe tampoco bajo qué circunstancias
especiales aceptó hacer el cambio que le solicitaron en la pintura. La teoría
más aceptada es que el neerlandés no empezó desde cero como le habían
solicitado. Se mantuvo firme y logró que aceptaran la condición de que no haría
otra cosa además de borrar al Estudiante Truhán de la escena.
Solo
cuatrocientos años después nos dimos cuenta que las sorprendidas expresiones de
los presentes en La lección de anatomía del dr. Nicolaes Tulp no tenían que ver con
la común musculatura humana, sino con el innovador método de reciclar cadáveres
para hacer portavasos y quien sabe cuántos otros utensilios más.
Por
cierto que, los rumores afirman que, de haber estado de un mejor humor, a
Rembrandt le hubiera gustado que la pieza llevara por título El estudiante sarcástico ruega para que no
lo saquen del aula.