La más perfecta máquina asesina es un muerto que camina
Carlos Camaleón
Pánfilo se viene y se le va la felicidad. A Lupe se le queda dentro un rato más y no deja de sonreír.
Pánfilo
solo quiere a Lupe porque es lo más cerca que puede estar de su hermana. Ya
empieza a creer que se parecen un poco. Tiene que cogérsela en cuatro para solo
ver el cabello negro y largo caer sobre su espalda con cada embestida y
convencerse, tras un gran esfuerzo, de que seguro sería igual con María.
Lupe ya se puso buena, y está segura de que ése va a ser el motivo por el cual recordará sus diecinueve años por el resto de su vida. Por eso y porque fue cuando, tras haberla conocido hace dos años, Pánfilo hizo más que solo interesarse por ella: la escogió, la cortejó y, al final, parcharon.
Cuando Pánfilo hizo que se viniera por primera vez, Lupe se convenció de que, de alguna manera, siempre había querido que pasara. Ahora ella es algo peor que un premio de consolación, o que un consolador. Si tiene suerte, es la pantalla sobre la cual Pánfilo proyecta la imagen de su hermana.
Cuando a
Lupe le va bien, Pánfilo reconoce un rostro en ella, y por momentos imagina que
goza. Si no puede, la castiga nalgueándola, echando su cabeza hacia atrás
tirándole del pelo, y asfixiándola un poco. Pero cuando a Lupe le va mal
–que es la mayoría de las veces–, ella
es el pañuelo desechable para los mecos de Pánfilo. El paño de lágrimas de su
pito parado, si quieren. Lupe sabe todo esto, y también le vale.
Mientras
Pánfilo apaga la luz para olvidar que no está tirándose a María y concentrarse
en maquinar la fantasía con mayor facilidad, a Lupe le basta ver la silueta de
él encuerado sobre la cama, o en la alfombra de la sala.
Pánfilo
había estrenado a Lupe, y fue algo tan intenso para ella, que no quiere saber
si hay algo mejor.
Si las
cosas quedaran en que Pánfilo fantasea, Lupe sonreiría y fingiría como siempre
y para siempre, pero no. A Pánfilo no le basta desahogarse. Tampoco olvida.
Abre bien los ojos y tiene despiertos los oídos todo el tiempo con tal de no
perder la menor señal de vida que podría dar María.
Chingarse
a una excuñada no evita que las hermanas sigan viviendo en la misma casa.
En algún momento Pánfilo se topará con María.
Lo malo
no es que, al ver a Pánfilo, María deje de buscar galanes para volver con su
exnovio asaltacunas. El problema es que, de por sí, lo de Pánfilo y Lupe no
tiene nombre. Con suerte se acerca a la lástima, y eso está bien para ella,
pero aun así, se trata de algo tan débil que puede quebrarse con una sola palabra
proveniente de una boca o de una contestadora automática.
Así como,
por momentos, Pánfilo logra imaginar que se tira a la hermana correcta,
conforme pasan los días, la felicidad de Lupe va y viene, dependiendo si él la
busca o no. De pronto ella entiende el extremo que puede alcanzar para estar
con quien desea amar.
Mientras
Pánfilo se pone los calzones con la urgencia con que debió ponerse condón, Lupe
dice:
– Ya no mames con María, wey –él hace como que no oye–. Ya se agarró otro pendejo.
El color abandona el rostro de Pánfilo.
– ¿Ah,
sí? ¿Cómo se llama? –replica.
Lupe
trata de engañar a Pánfilo, y él quiere que el color se le vaya del rostro a
ella mientras piensa un nombre.
– Zeus
–contesta de inmediato.
– Y será
un papucho el Zeus, ¿no?
– Pues lo
que quieras, pero María ya se lo chinga y todo.
– Ajá… te
va a contar a ti qué tal la plancha el cabrón, ¿no? –dice Pánfilo. La
postura rígida le estampa la silueta. Sabe que es verdad.
***
Ojalá
Pánfilo dejara de cogerse a Lupe porque ya no puede creer que sea María, pero
en realidad la ve más María que nunca: una que ya no grita como niña
desvirgada, sino como una de cuarentaitantos.
La María
que Pánfilo ve va atrás y adelante, atrás y adelante. Azota las nalgas contra
su pelvis. Quiere descansar un poquito, se contonea en cuatro sacudiéndole la
verga y vuelve a chocar contra su pelvis.
La carne
suena dulce, como la porno que se vive.
Mientras
más se aleja la María de ese momento con cada embestida, más fuerte grita. El
pito alarga y achica el cuello, sin asomar la cabeza.
La María
se aleja quince centímetros, vuelve, y gime. Se aleja veinte centímetros,
vuelve y gime más fuerte. Se aleja treinta centímetros y vuelve. Cada vez jadea
más rápido. Después, solo grita y grita. No hay un solo momento en que parezca
que llorará, como le pasaba a la chiquita Lupe.
La María
que Pánfilo imagina nunca se dejará vencer. Si la haces gozar, debes ser
chingón, sentirte muy hombre y tener un pito donde una conchita recorra
treintaidós centímetros en viaje redondo de hora y media.
Por poco
Pánfilo llega a sentirse muy hombre, pero una idea le da un bajón: el pito que
ve no puede ser suyo. Es un pito más largo y grueso. Pitón pitolononón el que
le mete a la María que tiene enfrente. Ni en sueños hubiera querido verlo
así. No le gustan ese tipo de fantasías tratándose de ella.
Tras el
pito está un pecho ancho, moreno y velludo. La voz que cavernea una vez entre
cada diez gritos de la María no es… jamás será de Pánfilo... ¡Es la voz del
cabrón Zeus! ¡Su voz de tronadera! ¡Y su pito es capaz de violar a cualquiera
sin que los dos estén en el mismo cuarto!
Ni ese es
su pitote, ni esa su María. En vez de sacarle la garrocha, Pánfilo solo puede
atestiguar la espectacular cogida.
Zeus
arraigó tan hondo en el pensamiento de Pánfilo que ya ni con Lupe se le para.
La última vez casi le parte la madre. Si en esas iban a estar, mejor las putas
dan mamazo y aguantan el chingadazo. Una opción para el desahogo sin rasgos que
conduzcan su mente de vuelta a las dos hermanas.
Uno sabe
que empezará una nueva vida al armarse de valor con sales para baño en un
recién hallado bar a las tres de la mañana.
Pánfilo
ya puede cogerse cualquier puta de las que esperan en la esquina, aun cuando
hacía apenas hora y media juró haber visto cómo se le asomó la verga a una de
ellas.
Escoge la
güera, para asegurarse que no la confundirá con alguna de las hermanas si le
cae el cabello por la espalda. En algún momento da un codazo al espejo del
baño, agarra un trozo e intenta cortar la melena a la puta, nada más para estar
seguro.
Se
reparten con justicia caladas, mamadas, cachetadas, cortadas, chingadazos y
dedazos. Después, el cuerpo de Pánfilo quema por dentro y por fuera.
Pánfilo
despierta después de un rato. Despertar es un decir, porque no recuerda haber
dormido. Solo Dios sabe dónde está ahora. Se abraza las piernas y todo da
vueltas. No recuerda cuándo empezó a llorar, pero sabe por qué lo hace. La
resaca de muchas cosas hace que quiera morir. Primero desea que lo maten, luego
piensa que, total, puede hacerlo solo. Luego ve que quisiera seguir viviendo,
pero todo en él duele.
Tres días
después un médico en el IMSS dice a Pánfilo que, en una de esas, ya hasta
agarró la sífilis.
***
En el IMSS, Pánfilo oye que alguien dice Zeus, como poniéndolo en duda, y otro contesta que sí, que su mamá le puso así porque hasta ella había sentido como si la violaran desde el útero. Desde entonces ya se veía que iba a coger como un pinche dios.
Tras media hora de escuchar pláticas entre camillas desde lejos y sin que lo vean, Pánfilo descubre que Zeus no va a pasar Año Nuevo con la familia, y que su mano de chaquetero se repondrá del esguince dentro de una semana, justo a tiempo para perderse las fiestas y ver si por allí topaba una nalguita.
***
Ahora sí
no hay remedio. Al salir de casa de las hermanas, Pánfilo topa a María. Por
primera vez en casi un año se ven de frente, y frente a la casa en la
cual debieron verse más veces.
La expresión
de María al saludar a Pánfilo dice que lo ve normal, con ropa limpia, bañado y
rasurado. Ni siquiera se da cuenta de que perdió peso. Solo sabe que es él
porque, si sale de su casa, no puede ser otra persona. De haberse encontrado en
cualquier otra parte, ni lo hubiera reconocido.
María
solo dice “hola” y entra en la casa. Y eso es todo cuanto Pánfilo necesita. Ya
no la perderá de vista.
Sentado
en una esquina, Pánfilo no aparta los ojos de la casa. Ahora come y duerme
mucho menos. A veces no se da cuenta de que tiene hambre o frío. Hace ya tiempo
no siente ganas de cagar o mear. Solo por el olor descubre que se hizo encima.
Pánfilo
no cree haber parpadeado desde que la imagen de María empezó a borrarse
mientras cerraba la puerta. No siente que haya pasado el tiempo cuando un coche
se estaciona frente a la casa. Aparece Zeus, y es el Zeus que había imaginado.
Quizá Pánfilo no lo imaginó tal cual lo ve ahora. Quizá lo que tiene enfrente
se sobrepone en sus recuerdos. Aunque también puede ser que ahora no esté
viendo al Zeus de a de veras porque se le sobrepone la imagen que había
inventado para él. Como sea, allí está, toca el timbre, Lupe abre y la muy puta
lo saluda de beso antes de dejarlo entrar. Pánfilo los ve hasta que se cierra
la puerta de nuevo. En efecto, ya no hay remedio.
Pánfilo
espera cuatro horas para que se haga de noche y asegurarse de que el cabrón
Zeus se quedará allí hasta mañana, pero es como si ya supiera esto y muchas
otras cosas que van a pasar. Casi no se da cuenta de lo que hace en el momento
en que lo hace.
La puerta
de entrada es una lámina delgada, y cede con un empujón que no hace mucho
ruido. Las luces en la planta baja están apagadas.
Primero,
Pánfilo va con Lupe. Con la luz encendida en su cuarto y sin estar tumbada en cama
con un pendejo, tiene más posibilidades de darse cuenta a tiempo de lo que pasa
y estorbar.
Este
mismo día Lupe empezó a considerar el desequilibrio mental de Pánfilo. Quizá
debería alejarse de él, pero la traicionan los hábitos de las últimas semanas.
La puerta de la recámara se abre con la naturalidad propia de quien vive en tu
casa y puede entrar donde quiera si no está echado el pestillo. Ella lo
descubre. Como si hubiera estado esperándolo, se quita los auriculares y se
levanta de la cama. Pánfilo se acerca, ella entiende e intenta gritar cuando
una bofetada la deja tumbada bocabajo en el piso. Él alcanza un tubo de metal
lleno con lápices para darle el tiro de gracia. Pánfilo no cree haberla matado,
pero tampoco importa. Va al cuarto de María mientras piensa que debió visitarlo
más veces.
Pánfilo
recapacita. “Mejor no. Viéndolo bien, eso hubiera sido más tentador. Quién sabe
si me hubiera podido controlar tanto tiempo sin hacer nada”.
Por algún
motivo Pánfilo casi no escuchó los gritos de María desde que salió del cuarto
de Lupe, pero abre la puerta a tiempo para oír el gemido que, hasta entonces,
creyó haber inventado para Zeus.
Todo en
este cuarto ocurre como había hecho en la imaginación de Pánfilo, y así
justifica cuanto pasará: solo es algo más alcanzado por el largo brazo de la
fantasía.
María está en cuatro al mostrar el rostro a Zeus, como Pánfilo había soñado. Después lo descubre y grita.
No sé qué dice Pánfilo, qué pregunta Zeus o qué contesta María. Todo encaja en un mismo discurso sobre nuevos comienzos, el fin del milenio y otras y nuevas vidas.
La
plática dura lo que el sobresalto de la pareja en la cama. Pánfilo advierte a
Zeus que no se mueva, y Zeus se mueve cuando cree que Pánfilo olvidó la
advertencia. Pánfilo agarra la lámpara en la mesita de noche y se la estrella
en la cabeza. Zeus rueda del borde de la cama enredado con las sábanas. Entre
el suelo y la cabeza, apenas se ve una mancha oscura expandiéndose lentamente
sobre trozos de cristal.
María
grita y gatea un poco fuera de la cama. Pánfilo se pone sobre ella y sigue
hablando sobre renovación, amor, de que nadie es culpable por nada, ni debe
pedir perdón.
Pánfilo
aprieta cada vez más el cuello de María. A medida que su discurso se acerca a
una conclusión, estrella su cabeza contra el piso, cada vez con más fuerza.
María
deja de oír y de respirar cuando Pánfilo empieza a hablar sobre la vida perdida
de ambos durante los dos años que estuvieron juntos y sin sexo, de lo poco
fructífero al tratar de fingir con Lupe, de la sífilis, y del gran alivio que
sentiría si le metiera el pito aquí mismo, porque ve la vida a contrarreloj.
María
lleva un rato muerta cuando Pánfilo termina de desahogarse. Hay mucha paz y él
se siente muy bien. Casi tan bien como había imaginado que sería venirse dentro
de ella. Casi, pero no.
Hace unas
horas, contemplando todas las posibilidades, durante un momento fugaz, por la
cabeza de Pánfilo pasó la idea de que quizá hubiera oportunidad de tomar a
María así, pero no volvió a pensarlo. Solo hasta este momento recuerda que se
le había ocurrido, y le parece buena idea.
A Pánfilo
se le para y duele. Baja sus pantalones hasta las rodillas. Ahora María es más
dócil. Recuerda que Lupe debe seguir en la otra habitación. La pone de costado
igual que a una tabla. Se la mete y se la saca. El fuego que sube y baja por su
pito se apacigua con la carne fría, y es muy dulce.
‘Qué
alivio’.
Pánfilo
jadea y gime como sabe que jamás hizo con Lupe, y no recuerda haber conseguido
con la puta güera de la sífilis. Se viene y grita. Todo el cuerpo le duele y
quema. Siente que lleva allí un año y no recuerda haber estado mejor en la
vida.
Cansado,
Pánfilo deja de jadear, pero sigue oyendo gemidos lejanos. No… sollozos quedos,
muy cerca. Zeus sigue en el piso, con la cabeza ladeada sobre el charco de
sangre, sin moverse más que para moquear y parpadear, viendo directo a María y
Pánfilo desde hacía unos minutos, cuando había despertado.
Sentado,
sonriendo, con semen y sangre secándosele entre las piernas, Pánfilo descubre
que aún se le puede parar, y ve llorar a Zeus hasta que se duerme o se desmaya.
La cortina que cubre la ventana se tiñe de azul, y después de amarillo.
Pánfilo
se viste envuelto por el olor de la orina, el sudor y la mierda. Todo duele
igual que siempre, pero ahora es feliz porque puede ver la muerte que lleva
dentro, respirar hondo el aire de la mañana al salir a la calle, y ver que eso
es bueno: que a uno puede llenarlo de vida repartir muerte con las manos, hasta
donde llevaran los amoríos tipo Lupe, las putas, y las que gritan como señora
de cuarentaitantos.
La muerte
persigue a Pánfilo y no hay remedio, pero eso no lo llena de desesperación como
hacía poco. Ahora ayudará a la muerte a repartir muerte. Solo así será más
llevadera.