Hace mucho Everardo olvidó cuándo llegó o cuánto lleva aquí.
Relojes digitales, de arena, de péndulo, de sol, de
bolsillo, de pared, con batería de litio y con paneles solares, protectores de
pantallas táctiles, esquinas inferiores derechas en monitores de computadoras,
noticieros, locutores y grabaciones automáticas en líneas telefónicas. Siempre
indican cinco para la hora. Everardo está a punto de enloquecer, y el tiempo no
se mueve.
Series de luces, coronas, esferas, globos, velas, figuras
de cerámica y de tela, animatrónicos, musgo y nieve artificial por doquier.
Carteles, volantes y spots de productos y promociones:
En la compra de los protozoarios que inocentemente generaron
toda la vida en la Tierra, ¡llévate de regalo la cúspide sutil para la patética
tecnología humana!
Villancicos, todo el tiempo.
♪ I got you, babe ♪
¿… esto es una venta nocturna?
En ocasiones Everardo cree topar el centro de la plaza
comercial, pero el paso del inconmensurable tiempo lo hace dudar que pueda
hallarse un centro, o que exista. Y eso es todo. Sin mejores referencias, el enorme
pino decorado no ofrece respuestas ni hace más sentido que cualquier otra cosa
en el mall.
Everardo hubiera preferido no entrar. Odia el gentío, las
prisas y los precios. Cuanto le interesa y desea ya fue inventado. Allí debió
detenerse la creatividad del humano, pero siguió. En algún punto la gente pasó
a ser tan boba que el publicista llegó a conocerte mejor de lo que alguna vez
te conocerás. Podrá convencer sobre qué necesitas, pero Everardo se volvió
inmune al dejar de preocuparse por comprender la mayoría de lo que se vende
ahora.
Los rostros sonrientes que pasan cambian todo el tiempo. Everardo
solo recuerda el de la guardia de seguridad. Marcial, erguida, las manos hacia
atrás, el cabello atado y oculto bajo el gorro. Tan amable y feliz como los
clientes, la distingue su intento por ser útil. Al principio él cree ciegamente
en las indicaciones que da para llegar hasta la salida más cercana. ¿Cómo no
hacerlo? Pese a los comentarios sin fundamento por parte de jóvenes en
internet, la confianza depositada sobre los guardianes del orden sustenta el
pegamento social.
“El final del pasillo y a la izquierda…”. “Hay que subir
las escaleras eléctricas y a la derecha…”. “Tome el ascensor hasta el
subsubsuelo…”. “Donde veas un puesto de anguilas luminosas junto a la alberca
de olas…”. “Hacia el spa y hasta olvidar que es de noche…”. “Abordar la montaña
rusa y entonces…”.
Everardo sigue al pie de la letra una dirección diferente
cada que encuentra a la guardia en un punto distinto del mall. Va, vuelve sobre sus pasos, aparece en otra parte, se pierde,
y casi olvida que busca la salida.
Una vez falla toda combinación posible de indicaciones
hacia izquierda, derecha, arriba y abajo, Everardo camina quién sabe cuánto,
tratando de alcanzar el final de una línea recta, sin tocar jamás el horizonte
de un esferoide achatado. Intenta llegar hasta el último piso, pero solo sube y
sube y se desmaya por falta de oxígeno. Baja y baja. A Canary Mine siguen otros clubes nocturnos abiertos las veinticuatro
horas, cada uno más excitante que el anterior. Se une a los transeúntes del
lado derecho, luego al flujo contrario en el lado izquierdo. Gente buena, plena
y contenta recorre eternamente los pasillos de los incontables niveles,
ansiando cuanto se extiende más allá de hasta donde alcanza la vista, pero
Everardo pasa frente a los locales sin siquiera encontrar señalamientos
charlatanes para rutas de emergencia.
–¿Dónde está su Jefatura?
–Regrese por donde vino. Verá los autos de lujo. Siga y entre
al estudio de grabación, prepare la producción para un álbum navideño desde
julio, pase al hostal, y por el tubo de bomberos hacia el último piso de los
departamentos.
–… ah… o… ¿un Centro de Atención?
–¡Desde luego! Por este pasillo, en el taller chopper, a
mano derecha de los estudios de tatuaje, hasta los sanitarios no binarios. Tres
estaciones en monorriel, llega a la zona de Casa y Hogar. Allí pregunte a
cualquier guardia.
–… a… já… ocurre que, como quizá usted ya ha notado, me
cuento entre los miembros de la, así llamada, tercera edad, y desde hace tiempo
suelo requerir asistencia para realizar algunas actividades. ¿Qué le parece si
me lleva hasta ese Centro de Atención?
–Ocurre que justo ahora me encuentro en servicio. Lo
mejor es que no deje mi puesto. En cualquier momento podría requerirse mi ayuda
para atender una emergencia, ¿no cree?
–… este… claro… y usted podría considerar una emergencia
algo como… digamos… no sé, por ejemplo… ¡que alguien tuviera problemas para
salir de esta pinche plaza?
–¡Ah, pues claro! Algo como eso, por ejemplo.
–…
–De cualquier modo, siga mis indicaciones. En verdad: no
hay pierde.
–… gracias…
Mientras Everardo espera en silencio a su lado, la
guardia le sonríe de vez en cuando, sin moverse o hablar, luego él se esconde,
con la esperanza de que, sin darse cuenta, ella lo guíe hasta donde hay otros
guardias. Un pequeño conglomerado la bloquea de su vista durante un instante y
desaparece. O quizá Everardo se mueve sin notarlo, porque ahora un helado doble
de vainilla se derrite por el barquillo y hasta su mano.
Un anciano extasiado con electrodos simbiontes en las
sienes eleva un dron hasta que desaparece entre los pisos superiores, ignorando
la pregunta de Everardo. Los demás clientes desconocen el concepto ‘salida’. Algunos
no lo entienden, otros no desean comprenderlo, y el resto jamás querría
encontrar una.
Everardo halla todo tipo de cuartos de hotel. Se tiende
sobre bancas más o menos cómodas entre sí. Muchos lo ven acurrucado en sofás
mullidos sin que le incomode la tarjeta laminada que da a conocer el modelo. Se
arroja hacia todos los colchones en exhibición que puede, ignorando las tímidas
sugerencias por parte de los dependientes que usan gorro de Santa. La última
vez que cree sentir un atisbo de cansancio, sin aviso vuelve a rebosar con
frustrante energía y lucidez en medio de una pista, bajo una esfera de espejos,
casi con ganas de bailar Earth Wind & Fire, olvidando su teoría de que todo
esto es un sueño del cual puede despertar si consigue dormir un poco.
En apariencia Everardo empieza a seguir una clienta con
nada especial. Cuando la niña que lleva de la mano se canse, tendrán que irse,
y lo guiarán hasta el estacionamiento. Pese a sus intentos por pasar desapercibido
durante horas, madre e hija permanecen felices al voltear para saludarlo antes
de continuar, sin alterar ruta o ritmo. La pequeña no protesta ni pierde el ánimo
despidiéndose en brazos del encargado de una guardería, mientras la mujer se
aleja, olvidando que alguna vez tuvo hija.
Everardo… ¿alguna vez tuvo hijos?
La facilidad con que despega el Electra 10 no sorprende a
Everardo tanto como que salir volando parece ser la clave. Sentado frente al
tablero de control, espera que lo que escucha sea el avión explotando aún en la
tropósfera, pero abre los ojos en el pabellón al aire libre del centro
comercial, rodeado por entusiastas de la exposición ‘Tregua de Navidad’,
mientras el estallido de fuegos artificiales opaca la infinidad de estrellas.
Para descubrir qué tiene en común con los consumidores, Everardo
escucha los secretos e historias que le revelan sin tapujos.
–El único depósito que nunca halló el FBI debe seguir en Papúa
Nueva Guinea.
–Ahora sé que la obsesión que el abuelo tenía con el
crecimiento de mis senos fue algo bueno.
–Dejé al menos un bastardo en Pyramiden.
–Descubrí fascinante el aroma de las zarigüeyas
catatónicas justo cuando la compañía se interesó por mi tesis doctoral.
–Jamás creí que el Yukón pudiera ser tan romántico.
–Pero ¿quién no ha querido descubrir a qué sabe el globo
ocular de un vietnamita?
–… y hay más maricas que mineros en Nega Nega…
–… mejor no mencionar Villa Stevens enfrente de su
instructora de yoga…
El volumen de Mijares desciende un instante a través de
las bocinas. Ameniza cuando la deformada, mecánica y alegre voz de Dios llena
la infinidad. Todos ignoran el inútil anuncio que Everardo encargó:
–Atención, compradores: les informamos que un
septuagenario desesperado desea salir del mall.
Una chica
escupe el café más costoso e insípido en el mundo y remeda con sarcasmo: “Compradores”. Quieren convencernos de que estamos a
merced de oferta y demanda cuando los recursos en el mundo son invaluables por
naturaleza.
Apoyado en una columna, bajo el letrero “No fumar”, un fumador de crack diserta: Capitalismo o comunismo. ¿Cuál anhela en secreto la
utopía del consumo?
Everardo pregunta desinteresado: ¿… que
es…?
Aspira
hondo del gotero y responde: Dar
nada y tomar cuanto se quiera. Obvio.
Everardo espera tener mejor suerte empatizando con alguno
de los clientes menos animados, pero siempre prevalece la inherente banalidad
humana.
La lógica, la razón y la cortesía pierden su oportunidad.
El puño de Everardo atraviesa una vitrina en la tienda de
antigüedades, cerca del letrero cuya caligrafía impecable recomienda con
modestia no apoyarse sobre el mostrador. Suena una alarma. La mano con trozos
de cristal incrustados sujeta una automática de la Guerra Fría. Dispara al aire
para comprobar que está cargada y que tiene la atención de todos. La mujer a su
lado sigue riendo cuando le apresa el cuello con el brazo y le presiona la boca
del cañón contra la sien.
–¡Traigan a la policía! ¡Ya! No… ¡no estoy jugando,
pendejos!
Nervioso y aterrado ante el júbilo de su repentina
audiencia, Everardo grita para al fin apretar el gatillo por primera vez en la
vida. Un montón de personas a su alrededor en la sección de Vinos y licores
aplaude cuando descorcha una botella de champagne.
–Esta maravillosa prenda de vestir no solo es térmica,
¡también da masajes! Tenga, compruebe los benefi…
Antes que el gordo bajo y calvo le comparta emocionado lo
que lleva puesto, Everardo lo hace caer, se pone sobre él y lo estrangula con la
bufanda, luego pisa uno de sus extremos y tira del otro con ambas manos. Cada
tirón levanta del suelo al hombrecito unos segundos. El tipo sonríe a los
clientes que pasan mientras la cara se le pone roja, después morada, y al final
negra.
–… pero… qué… ¡suave es…!
Everardo se sonroja, sus venas saltan, babea y suda
cuando empieza a imitar la sonrisa del gordo. Tira de la bufanda con todas sus
fuerzas. Cree oír el crujido fulminante en el cuello. Grita extasiado. El catártico
descubrimiento de placer en el asesinato es el mismo cuando por fin libera el chorro
en el mingitorio.
Everardo se harta de estar sentado sobre la rodilla de un
Santa Claus que escucha sus quejas con buen humor. En vez de hallar el rostro
colorado, risueño y barbiblanco, su puño enguantado tira una caricatura
bastante parecida estampada en una placa acolchada, marcando solo 246 puntos en
el tablero electrónico del juego en la Sala de Arcade.
Mientras se asoma para responder los saludos de los
peatones que se mueven hacia ambos extremos en el pasillo, Everardo anhela lo
peor para quienes desaparecen frente a él mientras avanza, luego vuelve a
meterse en el tanque de guerra, se detiene, apunta el cañón a una zapatería y abre
fuego. Al mirar hacia arriba, en lugar de la escotilla, su reflejo en el espejo
del techo no lleva la ushanka con el emblema soviético invertido, sino que está
arrodillado sobre una cama de agua, esperando que aquello dentro de lo cual
eyacula no solo se limite a aparentar ser una hermosa joven.
–¿Seguro no desea anestesia, señor Lorfot? No le haremos
cargo extra.
–Rápido, buey. Venga el fierro.
Antes que el metal al rojo vivo del vaquero le toque el
pene, sentado ante un banana split, Everardo comprueba que el cierre de su
pantalón está arriba.
Everardo espera no perder el equilibrio cuando pone ambos
pies sobre la guirnalda enroscada en la baranda. Quince pisos hasta las
baldosas en el suelo de la planta baja parecen suficientes. No está claro si es
ansia de libertad o simple dramatismo lo que lo obliga a abrir los brazos al
vacío, pero un calor reconfortante apaga la breve y exquisita brisa cuando se arroja.
En la repentina copa de Martini que sostiene solo queda la aceituna cuando
emerge del jacuzzi.
Como ningún plan para salir del centro comercial funciona,
Everardo al fin se relaja. Muere, resucita, nace, traiciona, ama, es amado y
olvidado, adolece, agoniza, se extasía. Inhala un coctel de cristal, sales para
baño y sangre de virgen aria. Agota el Kama Sutra como hombre, mujer,
hermafrodita, omnisexual, necrófilo, y avestruz. Aprende todo idioma que
existirá, los perdidos, y los que solo fueron vislumbrados. Lee todo libro
idolatrado o apenas imaginado. Descarta toda teoría política. Descubre la
solución filosófica, aplicaciones médicas definitivas, y la clave cuántica para
dominar la realidad. Entiende el críquet. Se pone en forma. Sin importar cuán
extravagante resulta la moda que pretende imponer, siempre recupera los zapatos
de piel nogal, el pantalón Yale caqui, la camisa de algodón a cuadros, los
anteojos transparentes Aviador y el peinado de brillantina con el cual ingresó
en el edificio.
Más conforme que pleno ante un smoothie, sentado en una
incómoda silla de plástico atornillada al suelo del área de comida rápida, Everardo
dialoga con un hombre, una mujer, y los comensales que no reparan al opinar sin
contexto antes de seguir su camino de inmediato, olvidando qué dijeron.
–Esto es el infierno.
–Tengo un boleto para el estreno del live action de Hijo rojo.
¿Seguro que no estamos en el paraíso?
–Este paroxismo de centro comercial solo puede ser un
paraíso neoliberal.
–¡Comunista!
–Aquí está todo cuanto hubo, hay, y habrá.
–Además de todo lo que sería.
–Y todo aquello que jamás será.
–Cuanto hayas pensado y jamás dirás en voz alta.
–Ignoras que un punto en tu vida pudo ser el más catártico
gracias a algún objeto que se encuentra aquí.
–También desconoces la desesperación con la cual hubieras
deseado hallar ese objeto durante dicho momento indicado.
–El purgatorio.
–El mundo real.
–Una realidad virtual.
–Un
experimento social.
–¡Moral!
–¡Una prueba divina!
–¡Eres Dios!
–Cuanto ocurre aquí lo creas tú.
–¡Expía tus pecados!
–¡Goza!
–¡Un reality show!
¡Mata esa rubia para que muestren las cámaras escondidas!
–Un capítulo de novela. Lo sentimos infinito y no podemos
escapar porque su autor tiene un bloqueo creativo. ¡Rápido, que el protagonista
descubra el sentido de su existencia para que la historia por fin avance!
–El
vaquero dijo “señor Lorfot” cuando estaba a punto de marcarme el pito con su hierro.
Tenía rato que no lo escuchaba. Antes lo oía siempre. Ora nomás cuando llaman a
casa o a mi celular para ofrecerme extensiones para tarjetas de crédito y cosas
así. Tiempo después que me obligaron a jubilarme me quedé sin gente que me
llamara “señor Lorfot”. Seguro en su momento no supe cuánto me gustaba, en el
fondo, cómo siempre decían señor Lorfot esto y lo otro. La mayoría eran
subalternos o clientes. A lo mejor fue tonto sentirme importante por cómo debían
respetarme y aprenderse bien mi nombre porque necesitaban algo de mí. Ya después
nomás puro Everardo. Siempre Everardo. Ni siquiera Lalo, porque ya no soy un
niño ni tengo amigos... No, ¿saben qué? Mejor Lalo no. Lalo Lorfot no. Por si
acaso, para que no me confundan con mi pendejo sobrino. Ni es mi sobrino. Es
hijo de mi sobrina. Pinche vago, pacheco, mantenido y huevón. Disque se cree poeta
y ahora resulta que a cada rato le dan alas. “¿Lorfot? ¿No es ese el escritor?
Sí, creo, ¿no? el de la serie esta, ¿cómo se llama?… Las venas del camino se llama, ¿no? ¡Ah, cómo de que no? ¡Si es el
mismo! ¿No ha visto la serie? Está en Nesflis. Dicen que está buena. Si hasta
pensé que eran parientes. Ya le iba a pedir que me consiguiera el autógrafo de
su hijo… o el backstage con Elvira
Zamudio, ¿eh, eh? ¿quiubo? ¡Ah, no se crea, no se crea, don, no es cierto…!” En
cualquier ventanilla me preguntan el nombre completo para anotarlo. Lorfot…
Higuera… Everardo… Antonio. A ver, déjeme checar. Siempre los corrijo. No,
señorita, así no se escribe ‘Lorfot’. ¿Por qué no me avisó antes que le dijera
todos mis otros nombres en balde, señorita? Lo deletreo. L-O-R-F-O-T. Lorfot. No,
señorita (vieja pendeja…). No es ‘Ford’… ‘Fot’. Con ‘t’, no con ‘d’, señorita.
No, como los carros no. ‘Fot’, señorita. ¡‘Lorfot’, chingadamadre…! La placa
tan bonita que mandaron hacer para mi celebración por hacerme Director de Área
Logística estaba bien escrita. Decía “Lic. Everardo Lorfot”. Así decía. Cuando
estaba matando tiempo solo en la oficina, de pronto cerraba los ojos, tocaba la
plaquita en mi escritorio y juraba que, si un día me quedaba ciego, reconocería
mi nombre en cualquier lado nomás pasando los dedos sobre su relieve… que,
literal, podía sentir mi nombre… Licenciado Everardo Lorfot… Everardo. Siempre Everardo.
Siempre Everardo Lorfot. Everardo por siempre. For ever. Everardo. Everado Lorfot forever. Forever and ever.
Everardo. Everado Lofo evr ar fot ever ar ever
ar lost fo ever and for ever and ever and
ever and ever and ever lost for ever and ever…
Seguro
de estar perdido para siempre,
Everardo pasa de relajarse a creer que podría divertirse.
La
sala de cine presenta toda película proyectada desde que sombras y fuego
jugaron sobre cavernas, cada
obra de quien en algún momento fue considerado un gran director, y las
destruidas antes que se vieran sus versiones definitivas. Están en cartelera la
tesis de Morrison, Náufrago, La terminal y El Expreso Polar en permanencia voluntaria, y la fracción del banco
de datos en la Unidad Espíritu Indulgente que registró los últimos y
desesperados segundos previos a la aniquilación de la humanidad. Las categorías
hasta entonces desconocidas por Everardo en el catálogo pornográfico
resultaron… interesantes…
Tiene rato que la película empezó cuando Everardo toma
asiento en medio de la sala.
–¡El Turbo activado!
–¡Ja! Eso me recuerda que aún no sé qué regalar.
–¿A quién?
Everardo no esperaba que la guardia de seguridad se
sentara a su lado, pero tampoco está sorprendido porque le ofrece un sorbo de
su bebida, o porque son los únicos allí.
–¿Quién? Pues…
–¿No lo sabe?
–Antes sabía. De eso estoy seguro.
–Everardo,
¿alguna vez tuvo hijos?
–¿Hijos?
–Sí.
–… una vez… creo…
–¿Una hija, quizá?
–… sí… quizá. Sí. Tengo una hija. Solo vine por su regalo…
para que me perdone.
–¿Cree que lo haga?
–Nunca.
–Pero lo intentará igual, ¿verdad?
Everardo
se encoge de hombros.
–Mientras no haya modo de desacreditar cualquier
posibilidad.
–La esperanza no hace daño, señor Lorfot –al
tratar de retacarse, algunas palomitas de maíz escapan de la boca de la guardia–. Y es mejor perder que rendirse.
–Pero ha pasado tanto tiempo.
–Sí, incluso antes de que entraras en el mall.
Everardo
no puede evitar el sarcasmo.
–Pues
espero que la señorita sepa disculpar a este viejo. Tengo mala memoria y ella no me habla. Ojalá mi cuñada
no mintiera cuando dijo que cumplió treinta hace unos meses. Por culpa de este
sitio olvidé cosas.
–Pero aprendió otras.
–Pero volví a olvidarlas.
–Pero las volvió a aprender.
–¡Pero olvidé cómo se ve mi hija ahora!
–¿No
puede ver su perfil en Instagram?
–Antes de hoy a veces tenía problemas hasta para encender
mi computadora. Aun así, nada específico viene a mi mente.
Everardo espera que su hija aparezca entre las mujeres
cuya belleza aun considera excepcional, mientras desfilan en la pantalla grande.
–¿En verdad te habrías fugado con Irma Lozano?
–De haber sabido manejar una motocicleta cuando me lo
hubiera pedido créelo: no lo pensaba dos veces.
–¿Extrañas a tu primera esposa?
–Tanto como quisiera olvidar a la última.
–Y esa chica… ¿era mayor de edad?
–Por
sorprendente que parezca, mirando de reojo en un vagón de Metro, ese detalle me pareció irrelevante.
–¿Sabes
que muchos considerarían inapropiado
haber imaginado a tu tía Magdalena de ese modo tantas veces?
–Sí,
bueno… ¡Esta puta plaza cambia tanto
durante este instante eterno que ya no estoy seguro si la había visitado antes
de hoy!
–¿No la viste siquiera desde lejos alguna vez?
–Quizá, hace años, la última vez que pasé por esa avenida.
–Pero atrapó tu atención mientras conducías esta noche.
Everardo
sonríe.
–Por suerte no me estrellé. La indecisión me llenó con
pánico un segundo antes de tomar el desvío.
–Siempre es más fácil arriesgarse mientras menos tiempo
tienes para pensar.
Everardo
concuerda con un gesto.
–En serio hizo falta que me envalentonara. Jamás hubiera
venido, pero quedó de camino. Iba a ser una parada rápida. No más de diez
minutos. Entrar, salir y estar a tiempo para sorprenderla en la terminal de
llegadas internacionales, justo a la medianoche, si tenía suerte –Everardo habla con la verdad sin esperar respuesta o
ayuda–. Solo por eso quisiera llegar hasta mi coche.
La guardia nunca fue considerada ante la desesperación de
Everardo por hallar la salida. No tendría que actuar de otro modo ante su
tranquilidad actual.
–Es inusual que uno quiera ver la salida que siempre ha
tenido enfrente. No es fácil y toma tiempo, pero, por supuesto, puede hallarse.
Everardo imita a la guardia mirando hacia enfrente justo
cuando una nueva película inicia.
EL MALL PRODUCTIONS PRESENTA
SALIDA DE EMERGENCIA
ESTELARIZADA POR
EVERARDO LORFOT
ACTUACIÓN ESPECIAL DE
EVELYN AMAURI
Y LA VOZ DE DIOS
BASADO EN EL RELATO DE CARBAJAL
–¿Quién es Carbajal?
La guardia se encoge de hombros.
–Imagino
que un escritor de relatos. ¿Quién es Evelyn Amauri?
Everardo
se encoge de hombros.
–Imagino
que una actriz especial.
Iris in. En blanco y negro. No
es mal enfoque, encuadre, iluminación o escenografía: el cuartucho es pequeño y
desordenado. La cortina corrida sobre la
única ventana. El foco de luz proveniente de la lámpara sobre el escritorio se
disuelve exponencialmente. A duras penas ilumina alrededor y ennegrece los
rincones. La penumbra apenas deja ver el envidiable equipo de sonido que continúa
reproduciendo a Armando Manzanero. La cama junto a la puerta del baño. Un gran
cajón junto al viejo sillón algo descarapelado. Dentro de él siempre debe haber
una botella de whiskey y un vaso. Sobre revistas, vinilos y videocasetes
apilados con la indiferencia de un librero de viejo hay esporádicos barcos a
escala y soldados de plomo pintados a mano. Los pocos cuadros en las paredes
que sobrevivieron las mudanzas no revelan algo en concreto.
A Everardo no sorprende o emociona reconocer lo que ve en
pantalla.
–Ah. Mi departamento.
–¿Quisieras estar allá?
Everardo asiente y se encoge de hombros más indiferente
que cansado.
–Siendo honestos, se está a gusto allí.
–Y aun así parece como si hubieras salido apresurado.
–De último momento decidí recogerla en el aeropuerto.
–¿Habrá
valido la pena?
La mujer que
entra en el departamento debe tener treinta años. Es más hermosa que cualquiera
que apareciera antes en pantalla. Está sorprendida y algo asustada porque la
puerta no tiene seguro.
La
guardia susurra.
–¿Evelyn
Amauri?
Everardo
asiente, tranquilo.
–En carne
y hueso. Ora la gente usa el apellido materno nomás pa´ llevar la contraria, ¿a
poco no?
La guardia lleva el índice hasta sus labios sin dejar de mirar al frente.
–¡Sh…!
La joven entra con cautela. La luz desde el escritorio
supone la presencia de alguien a quien aún no ha visto.
–¿Lalo?
Mira
alrededor durante menos de medio minuto. Si pudiera convencerse de ser la única
allí se iría de inmediato, pero el rigor de asegurarse la obliga a recorrer el departamento.
Pregunta un par de veces antes de llamar, cada vez más alto.
–Lalo…
Conforme
halla interruptores ilumina una
pequeña mesa de metal con dos sillas escuálidas enfrentadas, una estufa, una
lavadora, un fregadero y una alacena. De último momento Evelyn Amauri evita
apagar el estéreo. Su voz se vuelve más amena, casi preocupada.
–¿Papá?
La mirada
de Everardo pasa de la puerta del departamento abierta hacia su hija.
–Papá...
Comprueba
que no está desmayado o muerto, ni en la cama ni en el baño. Revisa el smart,
lo pone contra su oído, se va, y cierra la puerta. Cuanto dice mientras se
aleja es ininteligible y no hay subtítulos.
–¿No ibas a pasar por ella?
Everardo ríe.
–Sí… creo que se me ocurrió cuando ya era un poco tarde.
–Nunca es tarde, Everardo. De hecho estás justo a tiempo –La guardia señala con el índice–. Doce en punto, según el radioreloj junto a la cama.
–¿Ah sí?
Bueno: oficialmente es Navidad.
–¿Ya pensaste qué regalarle?
–Algo así. Más bien, ya sé qué decirle.
La satisfactoria sonrisa de la guardia es la de quien
atestigua a alguien finalmente descubriendo algo evidente. Atraviesa la
pantalla. Mientras cruza el miserable departamento, ella es lo único con color
en la película. Abre la puerta que está al fondo. Lo que está al otro lado se
parece menos al yeso blanco que compone la pared en el pasillo del tercer piso perteneciente al
edificio donde vive Everardo y semeja más al blanco del infinito, de la nada,
de la muerte, de dios o del ser.
Mientras la guardia sostiene la puerta con expectación,
Everardo se detiene frente a la pantalla. En otro momento no hubiera titubeado
ante cualquier oportunidad para recuperar el control de la existencia: interrumpir
el silencio cuando y como quisiera, sin lidiar con gente, volver a ser feliz aunque
fuera solo durante un breve instante. Siempre supo que saliendo del
departamento solo podían esperar cosas peores. En otro momento lo hubiera
amedrentado la posibilidad de que al otro lado de la puerta aguardara una
trampa.
Everardo cruza la pantalla. Los colores en su habitación
ahora son nítidos, mejor que el 4K, mejor que lo real. Nunca como ahora siente
el descomunal paso del tiempo. Anhela mirar alrededor, tocar algo. La única
película que quiere ver es la pantalla plana sobre el buró sintonizando el
vacío azul. Quizá se arrepienta después pero atraviesa firme, casi veloz. Al
menos se lleva el aroma familiar de papel y tinta en el sudoku del periódico
resuelto a medias, y de medio cubano casi sin fumar a punto de apagarse en el cenicero
de metal negro.
Everardo se detiene junto a la guardia. Ella pregunta con
complicidad.
–¿Seguro no quieres quedarte?
Entre resignado, decidido y feliz Everardo responde.
–Solo
quiero salir.
La guardia hace un gesto conforme. Quizá es la primera vez
que alguien responde correctamente.
–Hasta luego. Buenas noches. Gracias por su visita.
Everardo cruza la puerta. Sabe que la guardia de
seguridad y su departamento ya no están, pero igual voltea. Mira alrededor. No
hay mall, música, personas,
productos, o intentos de alegría. La blancura no es la de una pared, de la
nada, de dios o de la muerte, sino de una ventisca.
Everardo hace visor con la mano. Trata de ver a través de
la nevada imposible. Un auto. Camina otro poco. Otro auto. Más autos. Ahora el
infinito es de autos cubiertos por escarcha.
Everardo resopla, se abraza y en vano se aferra a su
inútil chamarra de delgado neopreno. No está seguro del ánimo que refleja el
tono en su voz, que apenas percibe por encima del interminable lamento del
viento.
–Ahora… ¿dónde estacioné el coche?