martes, 19 de agosto de 2014

Jarochia

Tenía ya los ojos abiertos cuando se activó la rutina. No había tenido un sueño del todo intranquilo, pero seguía dándole vueltas al asunto. Se incorporó. El masaje automático del colchón apenas comenzaba a operar, y se apagó cuando abandonó la cama. Con el ambientador, apenas tocó el suelo, los páneles que lo componían se calentaron, imitando la forma y temperatura de la planta del pie. Andrés Jinete nunca se desprendió bruscamente del sueño debido al piso frío.
Fue al baño, se quitó la ropa interior y vio su cuerpo desnudo en el espejo. Sabía que era hermoso, porque se lo habían dicho siempre, y porque había sido algo bastante evidente durante toda su vida. Alto, esbelto, algo musculoso y bronceado. El cabello castaño corto y revuelto. Ojos claros suficientemente grandes, con la mirada propensa a disfrutar, en vez de entregarse a la reflexión o a la tristeza. La comisura de los labios apenas diferenciable del resto de la textura del rostro guardaba la sonrisa, completando con perfección uno de los elementos más importantes que había moldeado su felicidad. La barba asomaba apenas por debajo de las patillas recortadas, esperando conectarse con el bigote que había empezado a aparecer unos días atrás.
“Hoy necesito rasurarme”.
En uno de los anaqueles que rodeaban al espejo estaba el estimulante folicular dentro de su estuche. Andrés los sacó y se lo puso en la mano izquierda como un guante. Pasó los dedos sobre sus mejillas y en su barbilla. Las yemas producían un ligero calor a medida que recorrían su cara. Los vellos desaparecían al contacto. Puso la mano sobre el pecho, lo pasó al otro lado y hacia el estómago. Toda esa área quedó ligeramente enrojecida. El vello púbico estaba empezando a notársele, pero decidió que no había ningún problema si lo dejaba así. Ladeó la cabeza frente a su reflejo, vio unos cuantos pelillos creciéndole en medio de las cejas, presionó el meñique sobre ellos, y al momento, ya no estaban. Se quitó el estimulante, lo puso en el estuche y éste, de vuelta al anaquel. Andrés echó un último vistazo general al cuerpo entero, como una precaución tras haberlo estudiado a fondo para un examen, y se alejó del espejo, hacia la bañera.
Cuando estuvo dentro, ligeras gotas cayeron sobre su cabeza, golpeando su piel como pequeñas manos al momento de un masaje, para luego deslizarse hacia abajo en finas corrientes iguales a caricias. Andrés cerró los ojos y respiró pausadamente el aire fresco que producía el agua fría.
“¿Para qué me metí a bañar?”, se preguntó al instante, casi seguro de haber sentido cómo se había quebrado el ambiente de relajación. Sabía, por ejemplo, por qué se había colocado el estimulante para rasurarse.
En algún lugar, hacía muchos años, escuchó que si un aditamento alteraba drásticamente la temperatura de una parte específica del cuerpo, podía causar daños irreparables. No recordaba quién lo había dicho, pero sin duda no fue un médico. En ese momento Andrés no le dio importancia al comentario, pero tiempo después, se encendió un cigarro con el pulgar y empezó a preguntarse qué tanto de cierto habría en la advertencia. Hasta ese momento –y aún ahora–, salvo los suicidas y los rarísimos casos de sabotaje que tenían más pinta de paranoia, Andrés no había sabido –ni por boca de conocidos, ni a través de los medio de comunicación– de que alguien se hubiera auto infligido dolor debido al uso de sus aditamentos anatómicos. No obstante, desde ese momento, había ciertos momentos –contados, en realidad– en los cuales la idea de tener un mediador térmico dentro le causaba cierto malestar. Rasurarse y encender cigarros eran los más frecuentes, aunque, por ejemplo, tampoco era asiduo a mantener la bebida fría sin necesidad de hielo mientras la sostenía en la mano, y la última vez que había sorprendido a las personas por la espalda con toques a temperaturas extremas fue en la preparatoria. Nunca había considerado llegar al extremo de extraerse el mediador. Se limitaba a no utilizarlo, o mejor dicho, a utilizarlo en la menor medida posible. Por eso usaba el estimulante folicular, y era un alivio que éste tuviera su lugar en la gaveta del baño, dentro de su propia intimidad que nadie además de él conocía.
“Bueno, no es del todo cierto”, se dijo Andrés de inmediato. Estaba Renata. Ella era la única que había llegado tan lejos en lo referente a su gran casa en Jalapa. Eso era el baño de su recámara. Hasta allí llegaba su intimidad, y durante años, Renata tuvo acceso a la casa y a la vida privada de Andrés. Así se ganó el permiso, primero, de recorrerla, luego, de poder pasar la noche en la recámara, y por último, de entrar al baño de la pieza, con todas las libertades que ello conllevaba.
Durante cuatro años, Renata fue impregnándose cada vez más en la vida de Andrés, con una naturalidad tan simple, que a él terminó por parecerle algo insignificante. Y entre todas las muchas cosas que se dijeron durante ese tiempo, y en las que no faltaban esa clase de intimidades que pueden llegar a ser difíciles de expresar, Renata jamás sacó a colación el asunto del estimulante folicular en la gaveta del baño. Quizás ni viera que estaba allí.
Andrés gozaba de una salud envidiable, así que tampoco hablaban mucho de los aditamentos anatómicos, ni del resto de cosas que poblaban el interior de aquel hombre.
Renata ni siquiera le había preguntado a Andrés por su inclinación por las duchas frías. Lo había visto entrar a la bañera solo, ya fuera en la mañana, en la tarde o en la noche, a la hora que fuera, y de forma aparentemente azarosa. Solo hasta años después, como un acuerdo mutuo, ella lo siguió hasta allí para que ambos se dejaran llevar, inundados por el frescor y el placer. Eso tampoco le pareció extraño.
Tomar duchas era inusual en los tiempos que corrían. No solo por el ambiente de guerra que había envuelto al mundo entero hasta los rincones menos esperados, o porque esto hubiera puesto a la humanidad en una situación precaria en la que los lujos y los recursos de subsistencia básicos se habían diezmado, junto con todos los que necesitaban de ellos. Tampoco tenía que ver con que se encontraran en una época en la cual, con el adecuado mantenimiento de los aditamentos anatómicos, cualquiera (y más aún alguien acomodado económicamente) podía regular de manera eficaz su sistema higiénico interno con los exfoliantes, estimulantes y purificantes, y pasar su vida entera manteniendo la salud personal de manera óptima, sin que jamás tuviera necesidad de utilizar los antiguos métodos.
Las duchas hacía mucho habían pasado a ser un método de placer y diversión bastante retro.
Así, hasta ese día, Andrés había usado la ducha, igual que siempre. Y sin embargo, Renata jamás dio muestras de cuestionarse nada, y callaba, segura de que se trataba de un capricho más de millonarios. A su manera, lo entendía, lo aceptaba y quizá hasta lo disfrutaba.
Andrés nunca había escuchado de boca de nadie más que la ducha privada fuera un lugar para pensar en uno mismo, sin embargo, lo había comprobado de primera mano.
Era algo así como el baño turco al que había ido con su padre cuando niño: ambos sentados uno a lado del otro en bancas de madera suaves, recargados contra baldosas de mármol, con toallas cubriéndoles las piernas, rodeados de hombres mayores, algunos con toallas, y otros sin nada que los cubriera además del incipiente vapor, que descubría y escondía los cuerpos a su antojo.
Siempre que la temperatura fuera la adecuada para todo el mundo, en esos baños se podía hablar de negocios durante horas y seguir con nulidad de prendas.
Un niño rodeado de calor en tiempos no tan caóticos, bajo el yugo de una familia adinerada que se codeaba con otras familias adineradas en una aparente intimidad que, aun así, se encontraba a la vista del público. Estar solo en una lujosa casa, bajo agua fría, en el punto más volátil de la Guerra General, sumido en sus propias reflexiones. No eran situaciones muy distintas, solo que una era mucho más gratificante.
Pero nadie pudo entender nada a su modo. Por eso decidió terminar la relación con Renata durante lo que todos creyeron que serían las vísperas del compromiso formal. Por eso salió en portadas de revistas de chismes del mes de mayo. Quizás por eso también había evitado al resto de su familia y amigos, y cuando todos decidieron emigrar a los países que habían considerado como los menos enfrascados en el conflicto, o al menos, a las partes del país que consideraban las menos hostiles, Andrés se quedó en donde estaba y los dejó a todos ir, salvo a los empleados que necesitaba para echar a andar la casa.
El sistema no obligaba a Andrés a racionar suministros como lo hacía con los clasemedieros, sin embargo, él mismo era consciente de que la decisión de mantener su estilo de vida intacto en momentos de guerra no tenía por qué hacerle mal a nadie. Había programado las duchas para que duraran máximo siete minutos, de modo que el agua cesó de caer de pronto. Abrió los ojos en un ambiente pacífico, sumido en el silencio y la quietud.
El aire acondicionado se activó a su alrededor por todas partes, en una corriente tibia que en quince segundos lo dejó seco.
De vuelta en el cuarto, Andrés fue hacia el armario, deslizó la puerta a un lado e hizo una inspección rápida entre la ropa de tonos cálidos y fríos. Le tomó solo un momento decidirse por algo que usar, porque había estado un rato la noche anterior sopesándolo sin haber elegido nada.
Las prendas oscilaban sobre el gancho que Andrés tenía en la mano, sin estar seguro de que fueran lo más adecuado para ese día. Presionó un botón, y un segundo después, un bastón comenzó a extenderse hasta posar tres patas sobre el suelo. Cuando soltó el gancho, alrededor de él se formó un óvalo y luego, una figura humanoide rellenó el conjunto igual que un maniquí. La falda azul marino se levantaba ligeramente de lado derecho, y el otro extremo se replegaba como la pierna de un pantalón. El chaleco negro no tenía botones, pero sí un cuello pronunciado que denotaba una inclinación más masculina. En un momento, Andrés fue de vuelta al armario y después puso sobre el modelo una chaqueta blanca de poliuretano, y sobre la cabeza, un paliacate color crema con detalles azules. Vio el conjunto alejándose del modelo, y una vez decidió que se veía bien, desvistió al electrodoméstico para vestirse él.
Andrés se calzó botas cafés de punta cuadra y vio que le llegaban hasta el tobillo. Cuando se ató el cinturón para que detuviera la falda y cerrara la parte baja del chaleco, no necesitó verse al espejo de nuevo para comprobar que, sin quererlo, el deseo hondo que había tenido en estas últimas semanas había escapado de la discreción que se había auto sugerido. Había escogido el conjunto adecuado, que cubría las cuestiones del confort y seguía al pie el decreto predominante de la moda del momento: era el balance ideal entre géneros, y se vería igual de espectacular en un hombre o una mujer.
            A lo largo de las últimas semanas, el doctor Emeterio Salidas le había explicado paso por paso el procedimiento a seguir para que la operación de cambio de sexo tuviera éxito. Realmente se trataba de algo muy simple para quien se dejara llevar y no estuviera interesado en qué consistía el procedimiento: ingerir estas hormonas durante las dos primeras semanas a partir de la primera extracción de testosterona, calistenia adecuada para fortalecer partes claves del cuerpo, electroencefalogramas de vez en cuando… nada que quitara mucho tiempo del día.
Lo que había mantenido despierto a Andrés desde el principio había sido lo otro: que él sí pensaba mucho en el cambio de sexo, hasta en el detalle más nimio, y hasta donde le permitía el entendimiento. De hecho, él nunca había sido tan inteligente como lo fue luego de pensar que la jarocha era la respuesta.
“Jarocha”, la llamaban ya desde hacía un siglo. Lo había investigado.
“¡Cien años!”.
Antes, Andrés habría jurado que hacía cien años no se había podido hacer absolutamente nada, pero ahora sabía que ya en esos tiempos se hacía eso que ellos llamaban “la jarocha”, una broma a comparación de lo que se podía hacer ahora, pero aun así se hacía, del mismo modo que iban de un lugar del planeta a otro en lapsos de tiempo que para ellos eran increíbles.
Ya en esos tiempos se mofaban de los que se hacían la jarocha.
En un video en alguna página de la red hacía casi veinte años, un periodista casero había hablado por primera vez de los rumores de que se planeaba una iniciativa para impulsar el perfeccionamiento de la operación del cambio de sexo en México como una prioridad de Atención Ciudadana en cooperación con Salud Pública.
En ese momento histórico que quedó plasmado para la posteridad como el primer momento en el se habló del estado de Veracruz como “el padrino de los cercenadores de pitos a nivel nacional”, también salió a relucir lo que rápidamente ascendería a ser el nombre no oficial de la capital del estado, donde Industrias Suma sentaría su base: Jarochia.
Andrés había aprendido todo esto en muy poco tiempo, y fuera de obligarlo a renegar de su decisión, la afianzó. Sin embargo, nada pudo evitar que el miedo se acentuara en él, y empezara a echar raíces profundas.
“Nomás dieciséis”, se dijo sentado al borde de la cama. Todos, gente famosa. Gente de dinero. Tres oriundos de México, durante los primeros tres años en que la empresa privada abrió la clínica al público. El resto vino de distintos países y por razones distintas, y seguramente a ninguno se le hubiera ocurrido pensar siquiera en intentar hacerlo si hubiera estallado la Guerra. Andrés iba a ser el decimoséptimo, y todo el mundo se iba a enterar.
¿Qué le dirían sus papás… los de la mesa directiva, si es que algún día volvía a sentarse con ellos de nuevo?
Ninguna opinión le importaba en verdad, sino la de todos en general.
“¿Por qué ahora?”, se había preguntado alguna vez. “¿Qué importancia podía tener para quien fuera que Andrés se volviera Andrea?”
Hacía ya dos semanas que se había dado la noticia de que las tropas de Botsuana, como una liga que se estira cada vez más, seguían manteniendo la tregua en el desierto de Gobi, pero las condiciones de los cuerpos militares eran precarias en todo el mundo, y ya nadie abogaba por un final que no fuera explosivo.
En ese ambiente, Andrés se había aislado, y estaba seguro de que solo así podría lograr pasar desapercibido en la medida de lo posible.
Salió del cuarto y, cuando bajó las escaleras se cruzó con Imelda.
–¿Va a desayunar el señor? Ya está listo, por si gusta…
–No. Me voy en el Lincoln. Avísale a Garrén que…
Se estrelló contra la puerta de cristal que daba al garaje.
–¡... su puta madre! –Se llevó las manos a la frente, y se dobló de dolor.
Un segundo después, entró Mayela, abriendo la puerta usando la perilla.
–¡Andrés, niño! ¡Venga rápido!
El dolor comenzó a desaparecer mientras Andrés se preguntaba qué estaba pasando, ¿por qué la puerta no se había abierto en automático, como había hecho siempre?
Mientras seguía a Mayela, Andrés se dio cuenta de algo: todas las puertas estaban abiertas antes de que pasaran a través de ellas.
–Se cayó la red, niño –dijo Mayela. Debió parecerle igual de extraño cuando se dio cuenta–. No hay luz, ni gas ni agua. Dice Albarrán que no hay modo de saber qué pasa más que con una cosa que tenía arrumbada, y que de milagro y prendió, porque tendrá unos cien años.
Cuando entraron en la habitación del jardinero Albarrán, se unieron al resto de trabajadores de la casa, que estaban a oscuras, rodeando una máquina que Andrés no había visto en la vida. Era como un amplificador muy pequeño que podía caberle en la mano, con botones y perillas. Produjo un siseo, como cuando se deja que la arena se escape entre los dedos. Todos miraban el aparato con atención, y por un segundo, Andrés creyó que ellos entendían el idioma del siseo. Pero en eso, se produjo otro sonido, más humano.
–Nos han llegado los últimos reportes del Conglomerado. Tras tres días de deliberación, hace unas horas finalizó el encuentro entre el enviado especial del Frente de División, el general Shabnagü, con la emperatriz Mit Yinzin. Los principales miembros del Conglomerado de Naciones y la Unidad Mundial han acordado el cese indefinido de hostilidades hasta que se cierren los nuevos acuerdos de límites territoriales en Asia. Asimismo, luego del último comunicado del grupo terrorista Mimán, se reportó un declive a escala global del Sistema Witum, así como del resto de las redes dependientes del mismo en todos los países del mundo. El líder del grupo de ciberterrorismo, Ap-Eulo, dijo en el comunicado que éste hecho había sido consecuencia de un pacto entre las naciones de la Tierra, en común deseo de preservar lo que él llamó “la última esperanza de supervivencia de la humanidad”. Hasta ahora, nos ha sido imposible establecer contacto con alguno de los líderes mundiales o sus corresponsales...
Por momentos, parecía que el hombre a través del aparato dudaba de lo que decía, como si la pantalla que tuviera enfrente fuera opaca y no distinguiera bien las palabras. Titubeó, y un momento después, sumidos en el silencio, todos en la habitación pudieron escucharlo nuevamente:
–¿Y ahora qué hacemos?
Murmullos inteligibles, y la voz apareció de nuevo, con más seguridad que nunca:
–En el marco de la trigésima Muestra de Tecnología Humanística, llevada a cabo en el Instituto Rockefeller, en la ciudad de Nueva York, el doctor en genética Armando Amador realizó una peculiar muestra en la cual presentó a miembros de la prensa y autoridades académicas los últimos logros de su investigación en Ciencias de la Gestación. Tras una serie de pruebas en animales, el pasado miércoles 6 de agosto, presentó a un conejillo de Indias macho que se encontraba en el último estado de embarazo. Como prueba de los resultados de sus investigaciones, el doctor Amador realizó una cesárea al conejillo y extrajo de la zona peritonal cuatro crías perfectamente sanas y desarrolladas. Aunque la respuesta de los especialistas asistentes fue variada, Amador abogó siempre que, ahora que el proceso de gestación por parte de mamíferos machos era una realidad, no tardarían en verse y explotarse todas las posibilidades benéficas que éste habrá de traer a la humanidad.
Dicho eso, el locutor pasó drásticamente a hablar de cómo Janette O´ Doule había declinado la propuesta de matrimonio de su mánager, pero Andrés no se quedó para escuchar. Salió de la habitación. De algún modo, supo que la guerra había acabado.
Pensó en cómo sería volver a la vida de siempre. El mundo no iba a ser el mismo.
“Si los conejos pueden ser conejas sin cortarse el rabo, ¿qué sentido tiene lo que planeaba hacer?”.
Andrés caminó de nuevo hacia la puerta corrediza que daba hacia el aparcadero de los automóviles, y por poco volvió a golpearse la frente con ella, de no ser porque se detuvo para ver el amplio jardín que llegaba hasta el muro que lo separaba de la calle.
Andrés había nacido en una clase de mundo, y se había adaptado a él para ser feliz, luego, el mundo había cambiado, y resistió siempre para seguir siéndolo. Había hallado una vía de escape para cambiar quién había sido hasta entonces, pero ahora sentía que se lo habían arrebatado. Pronto todos iban a volver a crear al mundo desde los despojos de la guerra, y todos iban a volver a reconocerse los rostros unos a otros. Si ahora un conejo podía ser hombre y hacer de mujer, ¿dónde ponía eso a Andrés y su mundo?, ¿sus aspiraciones y sus miedos?
Andrés descorrió la puerta y salió. Vio que el reloj en la muñeca izquierda seguía funcionando, y que estaba aún a tiempo para llegar a la cita con el doctor Salidas, sin embargo, no dio muestras de estar apurado por irse. Volteó a ver los cuatro adaptables de lujo estacionados y, un segundo después, se sintió aliviado. Si la red había caído en todo el país, el circuito instantáneo de energía de los motores estaría inactivo. Los adaps no lo llevarían a ninguna parte hasta que restauraran el Sistema Mundial.
“Si es que alguna vez lo hacen”, pensó Andrés, y entró en la casa.

domingo, 3 de agosto de 2014

Después de Lenore

¾¿Tú otra vez?
¾Simón. No te hagas. Bien sabías que nos íbamos a topar de nuevo. De mí no se escapa ni en la otra vida.
¾¿El eterno ayer?
¾¡No! ¡No seas pesimista! Hay que mirar siempre hacia adelante ¿a poco no?
¾Retorno nomás.
¾¡La mula al pito contigo…! Pero bueno, quizás exagero. No se trata de ver siempre hacia adelante. A lo mucho, será ver lo que hay aquí y ahora… ¡Ánimo, hombre! Sabes bien que esto no está tan mal.
¾Lo dices muy fácil ¿no? Pero pues naciste hecho para este sitio, llevas en él un buen rato y nomás por eso sientes que puedes estar toda la vida sin deseos de salir… ¿Cómo le haces?
¾Cuidando la boca y los ojos.
¾¡Claro! ¿Cómo si no? ¡Pinche cuervo mamón y aprovechado! Pero bueno. Si solo nosotros dos vamos a estar en el vacío y en la eternidad, ¿habrá alguna posibilidad de que surja un atisbo de amistad?
¾Nunca más.

domingo, 27 de julio de 2014

Simulacro

La más perfecta máquina asesina es un muerto que camina

Carlos Camaleón


Pánfilo se viene y se le va la felicidad. A Lupe se le queda dentro un rato más y no deja de sonreír.

    Pánfilo solo quiere a Lupe porque es lo más cerca que puede estar de su hermana. Ya empieza a creer que se parecen un poco. Tiene que cogérsela en cuatro para solo ver el cabello negro y largo caer sobre su espalda con cada embestida y convencerse, tras un gran esfuerzo, de que seguro sería igual con María.

    Lupe ya se puso buena, y está segura de que ése va a ser el motivo por el cual recordará sus diecinueve años por el resto de su vida. Por eso y porque fue cuando, tras haberla conocido hace dos años, Pánfilo hizo más que solo interesarse por ella: la escogió, la cortejó y, al final, parcharon.

    Cuando Pánfilo hizo que se viniera por primera vez, Lupe se convenció de que, de alguna manera, siempre había querido que pasara. Ahora ella es algo peor que un premio de consolación, o que un consolador. Si tiene suerte, es la pantalla sobre la cual Pánfilo proyecta la imagen de su hermana.

    Cuando a Lupe le va bien, Pánfilo reconoce un rostro en ella, y por momentos imagina que goza. Si no puede, la castiga nalgueándola, echando su cabeza hacia atrás tirándole del pelo, y asfixiándola un poco. Pero cuando a Lupe le va mal –que  es la mayoría de las veces–, ella es el pañuelo desechable para los mecos de Pánfilo. El paño de lágrimas de su pito parado, si quieren. Lupe sabe todo esto, y también le vale.

    Mientras Pánfilo apaga la luz para olvidar que no está tirándose a María y concentrarse en maquinar la fantasía con mayor facilidad, a Lupe le basta ver la silueta de él encuerado sobre la cama, o en la alfombra de la sala.

    Pánfilo había estrenado a Lupe, y fue algo tan intenso para ella, que no quiere saber si hay algo mejor.

    Si las cosas quedaran en que Pánfilo fantasea, Lupe sonreiría y fingiría como siempre y para siempre, pero no. A Pánfilo no le basta desahogarse. Tampoco olvida. Abre bien los ojos y tiene despiertos los oídos todo el tiempo con tal de no perder la menor señal de vida que podría dar María.

    Chingarse a una excuñada no evita que  las hermanas sigan viviendo en la misma casa. En algún momento Pánfilo se topará con María.

    Lo malo no es que, al ver a Pánfilo, María deje de buscar galanes para volver con su exnovio asaltacunas. El problema es que, de por sí, lo de Pánfilo y Lupe no tiene nombre. Con suerte se acerca a la lástima, y eso está bien para ella, pero aun así, se trata de algo tan débil que puede quebrarse con una sola palabra proveniente de una boca o de una contestadora automática.

    Así como, por momentos, Pánfilo logra imaginar que se tira a la hermana correcta, conforme pasan los días, la felicidad de Lupe va y viene, dependiendo si él la busca o no. De pronto ella entiende el extremo que puede alcanzar para estar con quien desea amar.

    Mientras Pánfilo se pone los calzones con la urgencia con que debió ponerse condón, Lupe dice:

    – Ya no mames con María, wey –él hace como que no oye–. Ya se agarró otro pendejo.

    El color abandona el rostro de Pánfilo.           

    – ¿Ah, sí? ¿Cómo se llama? –replica.

    Lupe trata de engañar a Pánfilo, y él quiere que el color se le vaya del rostro a ella mientras piensa un nombre.

    – Zeus –contesta de inmediato.

    – Y será un papucho el Zeus, ¿no?

    – Pues lo que quieras, pero María ya se lo chinga y todo.

    – Ajá… te va a contar a ti qué tal la plancha el cabrón, ¿no? –dice Pánfilo. La postura rígida le estampa la silueta. Sabe que es verdad.

 

***

Ojalá Pánfilo dejara de cogerse a Lupe porque ya no puede creer que sea María, pero en realidad la ve más María que nunca: una que ya no grita como niña desvirgada, sino como una de cuarentaitantos.

    La María que Pánfilo ve va atrás y adelante, atrás y adelante. Azota las nalgas contra su pelvis. Quiere descansar un poquito, se contonea en cuatro sacudiéndole la verga y vuelve a chocar contra su pelvis.

    La carne suena dulce, como la porno que se vive.

    Mientras más se aleja la María de ese momento con cada embestida, más fuerte grita. El pito alarga y achica el cuello, sin asomar la cabeza.

    La María se aleja quince centímetros, vuelve, y gime. Se aleja veinte centímetros, vuelve y gime más fuerte. Se aleja treinta centímetros y vuelve. Cada vez jadea más rápido. Después, solo grita y grita. No hay un solo momento en que parezca que llorará, como le pasaba a la chiquita Lupe.

    La María que Pánfilo imagina nunca se dejará vencer. Si la haces gozar, debes ser chingón, sentirte muy hombre y tener un pito donde una conchita recorra treintaidós centímetros en viaje redondo de hora y media.

    Por poco Pánfilo llega a sentirse muy hombre, pero una idea le da un bajón: el pito que ve no puede ser suyo. Es un pito más largo y grueso. Pitón pitolononón el que le mete a la María que tiene enfrente. Ni en sueños hubiera querido verlo así. No le gustan ese tipo de fantasías tratándose de ella.

    Tras el pito está un pecho ancho, moreno y velludo. La voz que cavernea una vez entre cada diez gritos de la María no es… jamás será de Pánfilo... ¡Es la voz del cabrón Zeus! ¡Su voz de tronadera! ¡Y su pito es capaz de violar a cualquiera sin que los dos estén en el mismo cuarto!

    Ni ese es su pitote, ni esa su María. En vez de sacarle la garrocha, Pánfilo solo puede atestiguar la espectacular cogida.

    Zeus arraigó tan hondo en el pensamiento de Pánfilo que ya ni con Lupe se le para. La última vez casi le parte la madre. Si en esas iban a estar, mejor las putas dan mamazo y aguantan el chingadazo. Una opción para el desahogo sin rasgos que conduzcan su mente de vuelta a las dos hermanas.

    Uno sabe que empezará una nueva vida al armarse de valor con sales para baño en un recién hallado bar a las tres de la mañana.

    Pánfilo ya puede cogerse cualquier puta de las que esperan en la esquina, aun cuando hacía apenas hora y media juró haber visto cómo se le asomó la verga a una de ellas.

    Escoge la güera, para asegurarse que no la confundirá con alguna de las hermanas si le cae el cabello por la espalda. En algún momento da un codazo al espejo del baño, agarra un trozo e intenta cortar la melena a la puta, nada más para estar seguro.

    Se reparten con justicia caladas, mamadas, cachetadas, cortadas, chingadazos y dedazos. Después, el cuerpo de Pánfilo quema por dentro y por fuera.

    Pánfilo despierta después de un rato. Despertar es un decir, porque no recuerda haber dormido. Solo Dios sabe dónde está ahora. Se abraza las piernas y todo da vueltas. No recuerda cuándo empezó a llorar, pero sabe por qué lo hace. La resaca de muchas cosas hace que quiera morir. Primero desea que lo maten, luego piensa que, total, puede hacerlo solo. Luego ve que quisiera seguir viviendo, pero todo en él duele.

    Tres días después un médico en el IMSS dice a Pánfilo que, en una de esas, ya hasta agarró la sífilis.

 

***

En el IMSS, Pánfilo oye que alguien dice Zeus, como poniéndolo en duda, y otro contesta que sí, que su mamá le puso así porque hasta ella había sentido como si la violaran desde el útero. Desde entonces ya se veía que iba a coger como un pinche dios.

    Tras media hora de escuchar pláticas entre camillas desde lejos y sin que lo vean, Pánfilo descubre que Zeus no va a pasar Año Nuevo con la familia, y que su mano de chaquetero se repondrá del esguince dentro de una semana, justo a tiempo para perderse las fiestas y ver si por allí topaba una nalguita.                  

 

***

Ahora sí no hay remedio. Al salir de casa de las hermanas, Pánfilo topa a María. Por primera  vez en casi un año se ven de frente, y frente a la casa en la cual debieron verse más veces.

    La expresión de María al saludar a Pánfilo dice que lo ve normal, con ropa limpia, bañado y rasurado. Ni siquiera se da cuenta de que perdió peso. Solo sabe que es él porque, si sale de su casa, no puede ser otra persona. De haberse encontrado en cualquier otra parte, ni lo hubiera reconocido.

    María solo dice “hola” y entra en la casa. Y eso es todo cuanto Pánfilo necesita. Ya no la perderá de vista.

    Sentado en una esquina, Pánfilo no aparta los ojos de la casa. Ahora come y duerme mucho menos. A veces no se da cuenta de que tiene hambre o frío. Hace ya tiempo no siente ganas de cagar o mear. Solo por el olor descubre que se hizo encima.

    Pánfilo no cree haber parpadeado desde que la imagen de María empezó a borrarse mientras cerraba la puerta. No siente que haya pasado el tiempo cuando un coche se estaciona frente a la casa. Aparece Zeus, y es el Zeus que había imaginado. Quizá Pánfilo no lo imaginó tal cual lo ve ahora. Quizá lo que tiene enfrente se sobrepone en sus recuerdos. Aunque también puede ser que ahora no esté viendo al Zeus de a de veras porque se le sobrepone la imagen que había inventado para él. Como sea, allí está, toca el timbre, Lupe abre y la muy puta lo saluda de beso antes de dejarlo entrar. Pánfilo los ve hasta que se cierra la puerta de nuevo. En efecto, ya no hay remedio.

    Pánfilo espera cuatro horas para que se haga de noche y asegurarse de que el cabrón Zeus se quedará allí hasta mañana, pero es como si ya supiera esto y muchas otras cosas que van a pasar. Casi no se da cuenta de lo que hace en el momento en que lo hace.

    La puerta de entrada es una lámina delgada, y cede con un empujón que no hace mucho ruido. Las luces en la planta baja están apagadas.

    Primero, Pánfilo va con Lupe. Con la luz encendida en su cuarto y sin estar tumbada en cama con un pendejo, tiene más posibilidades de darse cuenta a tiempo de lo que pasa y estorbar.

    Este mismo día Lupe empezó a considerar el desequilibrio mental de Pánfilo. Quizá debería alejarse de él, pero la traicionan los hábitos de las últimas semanas. La puerta de la recámara se abre con la naturalidad propia de quien vive en tu casa y puede entrar donde quiera si no está echado el pestillo. Ella lo descubre. Como si hubiera estado esperándolo, se quita los auriculares y se levanta de la cama. Pánfilo se acerca, ella entiende e intenta gritar cuando una bofetada la deja tumbada bocabajo en el piso. Él alcanza un tubo de metal lleno con lápices para darle el tiro de gracia. Pánfilo no cree haberla matado, pero tampoco importa. Va al cuarto de María mientras piensa que debió visitarlo más veces.

    Pánfilo recapacita. “Mejor no. Viéndolo bien, eso hubiera sido más tentador. Quién sabe si me hubiera podido controlar tanto tiempo sin hacer nada”.

    Por algún motivo Pánfilo casi no escuchó los gritos de María desde que salió del cuarto de Lupe, pero abre la puerta a tiempo para oír el gemido que, hasta entonces, creyó haber inventado para Zeus.       

    Todo en este cuarto ocurre como había hecho en la imaginación de Pánfilo, y así justifica cuanto pasará: solo es algo más alcanzado por el largo brazo de la fantasía.

    María está en cuatro al mostrar el rostro a Zeus, como Pánfilo había soñado. Después lo descubre y grita.

    No sé qué dice Pánfilo, qué pregunta Zeus o qué contesta María. Todo encaja en un mismo discurso sobre nuevos comienzos, el fin del milenio y otras y nuevas vidas.

    La plática dura lo que el sobresalto de la pareja en la cama. Pánfilo advierte a Zeus que no se mueva, y Zeus se mueve cuando cree que Pánfilo olvidó la advertencia. Pánfilo agarra la lámpara en la mesita de noche y se la estrella en la cabeza. Zeus rueda del borde de la cama enredado con las sábanas. Entre el suelo y la cabeza, apenas se ve una mancha oscura expandiéndose lentamente sobre trozos de cristal.

    María grita y gatea un poco fuera de la cama. Pánfilo se pone sobre ella y sigue hablando sobre renovación, amor, de que nadie es culpable por nada, ni debe pedir perdón.

    Pánfilo aprieta cada vez más el cuello de María. A medida que su discurso se acerca a una conclusión, estrella su cabeza contra el piso, cada vez con más fuerza.

    María deja de oír y de respirar cuando Pánfilo empieza a hablar sobre la vida perdida de ambos durante los dos años que estuvieron juntos y sin sexo, de lo poco fructífero al tratar de fingir con Lupe, de la sífilis, y del gran alivio que sentiría si le metiera el pito aquí mismo, porque ve la vida a contrarreloj.

    María lleva un rato muerta cuando Pánfilo termina de desahogarse. Hay mucha paz y él se siente muy bien. Casi tan bien como había imaginado que sería venirse dentro de ella. Casi, pero no.

    Hace unas horas, contemplando todas las posibilidades, durante un momento fugaz, por la cabeza de Pánfilo pasó la idea de que quizá hubiera oportunidad de tomar a María así, pero no volvió a pensarlo. Solo hasta este momento recuerda que se le había ocurrido, y le parece buena idea.

    A Pánfilo se le para y duele. Baja sus pantalones hasta las rodillas. Ahora María es más dócil. Recuerda que Lupe debe seguir en la otra habitación. La pone de costado igual que a una tabla. Se la mete y se la saca. El fuego que sube y baja por su pito se apacigua con la carne fría, y es muy dulce.

    ‘Qué alivio’.

    Pánfilo jadea y gime como sabe que jamás hizo con Lupe, y no recuerda haber conseguido con la puta güera de la sífilis. Se viene y grita. Todo el cuerpo le duele y quema. Siente que lleva allí un año y no recuerda haber estado mejor en la vida.

    Cansado, Pánfilo deja de jadear, pero sigue oyendo gemidos lejanos. No… sollozos quedos, muy cerca. Zeus sigue en el piso, con la cabeza ladeada sobre el charco de sangre, sin moverse más que para moquear y parpadear, viendo directo a María y Pánfilo desde hacía unos minutos, cuando había despertado.

    Sentado, sonriendo, con semen y sangre secándosele entre las piernas, Pánfilo descubre que aún se le puede parar, y ve llorar a Zeus hasta que se duerme o se desmaya. La cortina que cubre la ventana se tiñe de azul, y después de amarillo.

    Pánfilo se viste envuelto por el olor de la orina, el sudor y la mierda. Todo duele igual que siempre, pero ahora es feliz porque puede ver la muerte que lleva dentro, respirar hondo el aire de la mañana al salir a la calle, y ver que eso es bueno: que a uno puede llenarlo de vida repartir muerte con las manos, hasta donde llevaran los amoríos tipo Lupe, las putas, y las que gritan como señora de cuarentaitantos.

    La muerte persigue a Pánfilo y no hay remedio, pero eso no lo llena de desesperación como hacía poco. Ahora ayudará a la muerte a repartir muerte. Solo así será más llevadera.

domingo, 4 de mayo de 2014

(La historia del abuelo)

Cualquier otro en mi lugar sabría contestarte.
Es que… alguien normal se levanta, va a trabajar, regresa a su casa con su familia, y si siente que algo cambió, puede que hasta tema lo peor. Se da cuenta de que están arreglando una calle, que hubo un accidente, que hay un bache enfrente del edificio donde trabaja, o que la tienda de la esquina cerró. Una persona normal sabe cuando algo no es normal. Pero si eres distraído, tienes que medio morirte para ver que algo no está en su lugar.
La última vez que me fijé, era un martes de agosto de mil novecientos cuarentainueve. Martes once, creo. Lo quise revisar, pero supongo que no hay modo.
Antes vivía con mis papás. Con mi familia, pues, hasta que agarré mis cosas, dije que ya no iba a ir a la escuela y me fui de la casa.
El trabajo que tenía en la fábrica lo había conseguido solo, y lo que ganaba era para la escuela. Hace como un mes estuve viendo un cuarto mediano en un tercer piso, por Colegio Militar, de lo más decente que encontré. Pagué el primer mes y me fui para allá. Ahora llegaba a casa sin tener que verle la cara a nadie.
Ese día me levanté a las cinco, como todos los días que trabajo. Aparte de mi toalla, agarré mi ropa, mis llaves y mi reloj para cambiarme en el baño, porque en el baño del edificio se bañaban las personas en cada piso, y pues yo no quería salirme al pasillo y que alguien me vieran en cueros. Agarré la vaselina y la loción, quién sabe por qué, pero qué bueno que lo hice.
Mientras me bañaba, me dio coraje porque el agua se ponía caliente, luego fría, luego tibia, y otra vez fría, y caliente y así, y pensé que cambiaba tan rápido que no podía ser problema de la caldera, más bien que algún chistoso lo estaban haciendo adrede. Total, me apuré en salir, me sequé, me vestí, me peiné y me eché loción, creo que por eso de la costumbre nomás.
Salí del baño con la toalla y los pantalones que usaba para dormir en la mano. Caminé despacito, pero las tablas del piso igual crujieron como en casa vieja. Sentí nervios de que alguien se fuera a despertar y me quedé parado, pero nadie salió ni hicieron ruido, y corrí al cuarto. Cuando metí la llave en la puerta, no abrió. De puro coraje le quise dar vuelta a fuerzas y no jaló. Pensé que el cerrojo se había atascado, o que a la llave se le había doblado un diente. Luego pensé que no era posible que alguien hubiera cambiado la chapa mientras me bañaba ¿o sí? Digo, al único al que se le pudo haber ocurrido era al gerente, pero pues todavía me quedaba como una semana para pagarle la renta. Con el dinero que tenía adentro le hubiera podido dar un adelanto al güey ése y, si se ponía chicho, decirle que el resto se lo tenía el viernes a más tardar, pero ora, ni eso. Vivía en el primer piso. Le pude haber ido a echar bronca, pero que veo el reloj en la pared y que ya iba tarde.
Con ropa, toalla y lo demás en la mano y sin poder entrar, sin saber qué hacer, que pienso que ni loco iba a dejar las cosas enfrente de la puerta, y se me hizo gacho irle a tocar a don Chucho o a Ramirito a esa hora para pedirles favores.
Me quedé pensando y como al minuto se me ocurre que las podía dejar en el cuarto de lavado. Que bajo corriendo la escalera y siento que la luz es distinta. Llego a la planta baja y voy al cuarto de lavado, que está atrás junto al patio. Prendí la luz y vi que habían dejado la tabla de planchar puesta y puse las cosas encima. Pensé que con los pantalones de dormir no había mucho problema si se perdían, total… si regresaba temprano de trabajar, a lo mejor y los encontraba todavía. Me preocupaban más la loción y la vaselina. En lo que llevaba de vivir en el edificio, no me habían robado, ni parecía que lo fueran a hacer, pero si se las volaban, no iba a tener para comprarme otras hasta como dentro de dos semanas, e iba a tener que andar pidiéndole a algún vecino. Vi los dos frascos encima de la ropa y pensé “¡pues ya ni modo!” y caminé a la puerta. Ya iba a salir cuando vi que allí había un aparato grande y blanco como una caja, seguro en otro momento del día hubiera ido a ver qué era. Apagué la luz y me fui.
Empecé a oír voces y pasos por todos lados, o sea que ya había gente levantada y se hacía más tarde. En lo que caminaba a la salida volteé a ver el reloj que había encima del mostrador, pero ya no estaba.
En eso, que veo salir de la puerta de la oficina, no al gerente… a un tipo güero, como acabado de levantar y sin bañar. Nos paramos muy cerca uno de otro y por poco chocamos, luego me dejó pasar. Ni él ni yo nos preguntamos si el otro era el gerente, si venía a preguntar por los cuartos, si vivía ahí y no lo ubicaba o qué. Salí a la calle.
Caminé tres cuadras y pasé enfrente del mercado cuando vi a unos albañiles poniendo fierros y sacando chispas y taladrando encima de dos pisos que estaban medio acabados. Me paré para ver cómo trabajaban y me sorprendió ver que no lo hacían muy rápido. Digo que me sorprendió porque entonces pensé que debieron haber estado trabajando desde la noche del día anterior, tirando y construyendo, porque desde que me había mudado al cuarto, hasta cuando había salido de trabajar el día anterior, me acordaba que allí nomás había una comida corrida de un piso.
Caminé cuatro cuadras y corrí otras dos hasta que llegué a la entrada de la fábrica. La reja tenía puesta una cadena oxidada con candado, oxidado también. Quise ver si la movía yo solo, y no. Pensé que a lo mejor estaban remodelando, porque no se oía nada adentro. Había unos vidrios rotos y se veía medio carcomida la fachada, como si en un mes le hubiera llovido sin parar.
Volteé a ver si estaban por ahí los que trabajaban en mi área, pero no vi a nadie. Seguro ya había dado la hora de entrada, pero allí no había nadie esperando a que abrieran. Pensé que nos habían dado el día y, como siempre se me olvidaba darle el número del edificio a la secretaria, pos, pensé que no me habían avisado.
Ya no sabía si brincarme la barda o qué. Nunca supe de los otros, pero al menos para mí, un día sin trabajar era un día sin comer. Nunca me había pasado ¿verdad? Pero pues, ya había hecho mis cuentas.
Estuve ahí dando vueltas enfrente de la reja, a ver si alguien pasaba para salir o entrar, pero nomás no.
Ya me iba a ir, cuando volteo y veo que alguien está saliendo de la fábrica al estacionamiento. No era un guardia de ahí. Ni sabía yo qué era. Era un chato como de veinte. Traía una gorra de beisbolista que decía… Coméx, me acuerdo… una playera verde, pantalón de mezclilla y esos cacles que ahora llevan todos. Veo que se va acercando y que se va parando. Creo que pensó que en serio me iba a brincar la reja, y que se extrañó de que no me echara a correr cuando lo vi. Cuando siente que lo puedo oír, que levanta la cabeza como diciendo “¿y tú qué?” y me dice: “¿qué onda chavo?”, y yo le digo “buenos días”, como esperando que me pregunte si trabajo ahí, para decirme que no iban a abrir, pero no. El vato se me queda viendo, esperando que le siga diciendo cosas y, como pasa el tiempo y no le hablo, que me dice “¿a quién buscas?”, y le digo “no, a nadie”, y él se espera para que me vaya, pero me quedo y le pregunto: “¿van a abrir hoy? ¿o cuando?”, y entonces él se me queda viendo, y de seguro creyó que me lo estaba vacilando. Que levanta el brazo y pasa el puño atrás de la cabeza, así… y me dice “mejor ábrete de patas morro, te conviene”, y por cómo lo dijo vi que me estaba amenazando. Y se da la vuelta y se va. Tuve ganas de preguntarle si se quemó la fábrica o si algo explotó, pero me da miedo, no que me vaya a pegar, sino que vaya a sonar tonto. Para cuando volteo, el tipo ya entró de nuevo a la fábrica.
Ahora estaba seguro de que no iba a trabajar ese día, y lo más seguro era que tampoco me iban a pagar. Empecé a caminar, volteando a ver la fábrica y que pienso si no será que al dueño lo agarró el jefe de una mafia de esas de gángsters de las películas, y pienso que a lo mejor y sí, que a lo mejor y ya no vuelven a abrir.
Me fui de ahí a… pues ora sí que a caminar por ahí, porque no tenía otra cosa que hacer, ni ganas de nada. Caminaba despacio. Quién sabe si iba a comer ese día. Mientras menos fuerzas gastara, mejor. Ora sí iba a tener que pedir prestado y pensaba cómo le iba a hacer.
Caminaba sin ver para dónde iba. Ahora creo que me estoy haciendo una idea de cómo fue eso del viaje. Ora pienso que hubiera visto lo que había alrededor, o me hubiera sentado en una banca para ver cómo cambiaban las cosas, pero ps ni modo.
Caminé. A ver si llegaba al parque o en donde me sintiera cómodo.
De pronto, las calles ya no estaban solas, ni calladas. Se llenó todo de personas y el ruido que hacían. Y los coches hacían más ruido que nunca, como si hubieran salido todos de un jalón. De pronto el aire apestó a madres, y empezó a hacer un calor de la chingada. De vez en vez alguien pasaba y me daba un codazo y me decía de cosas y se iba tan rápido que me quedaba con las ganas de contestarle.
Caminé como unos quince minutos. Nomás me faltaba cruzar la avenida para llegar al parque, y dije que qué bueno, porque ya estaba cansado y de seguro me iba a dar hambre al rato. Iba muy embobado, o a lo mejor fue otra cosa, el chiste es que empecé a oír a lo lejos… bueno, de seguro el tipo no estaba tan lejos. Yo creo que a lo mejor estaba lejos… en… en tiempo ¿si? Bueno… oí que un tipo decía “chavo” muchas veces, como queriendo llamar la atención. Ya luego vi que me hablaba a mí cuando gritó: “¡cuidado, pendejo!”. Entonces sí levanté la cabeza para ver el camino. No sabía si debía ver el suelo por si pisé algo, o al frente para no chocar con alguien. En eso, no sé cómo, volteo a la izquierda y que pego un brinco para atrás que casi me caigo. Fue como si me hubieran aventado una cajota naranja. Pasó como bólido esa madresota. Primero pensé que debía ser un camionzote, pero pasaba y pasaba y nomás no se acababa. Cuando por fin acabó de pasar, vi que era un tren. Del puro susto me le quedé viendo hasta que se fue.
Hacía tiempo que no me subía a un tren, pero no se me olvidaba. Ésa era la primera vez que veía uno que fuera todo naranja, con los vagones todos cuadrados, parejitos, igualitos y que no echara humo.
Del puro susto nada de eso me pareció raro… en ese momento, digo. Luego, dejé de ver donde se había ido el tren, y vi lo que había alrededor. Edificios enormes de cristal que tapaban el sol, como en las fotos de los Estados Unidos. Había muchos, pero muchísimos carros. Iban muy rápido y casi parecía que se salían del camino. Muchos pitaban. No parecían carros, pero no podían ser otra cosa. También vi una moto. Oí un ruido que venía desde arriba, levanté la cabeza, y vi un avión.
La gente que caminaba cerca de mí era lo que más notaba. Primero las veía pasar nada más, y después me fijé que las mujeres llevaban pantalón, estaban con los brazos desnudos, y no vi ni un sombrero. Y entonces pensé “¿dónde me vine yo a meter ahora?”.
Cruzando la calle había un parque, que se parecía al que quería llegar, pero pos no sabía si de verdad era ése. No me decidía si cruzar o no. Los coches seguían pasando como bólidos. La gente había estado parada a lado mío y de pronto empezaron a caminar y de nuevo me empujaron y me codearon y mejor me puse a caminar también.
Llegué a la otra esquina y el parque parecía ser el mismo, pero no estuve seguro. Empecé a ver alrededor con mucho miedo, porque supe que en algún momento iba a tener que preguntarle a alguien dónde estaba. En eso, que veo un poste a mi lado con dos letreros, pero no como ninguno que hubiera visto. Éstos eran blancos con letras negras y muy rectas. Laguna del Carmen, decía uno, y el otro Colegio Salesiano. No me había equivocado de parque.
La verdad es que sé muy poco de los cuentos de monstruos porque, pues, sabes… aquí no llega mucho de eso, solo en el cine del centro, y la verdad no sé cuándo ponen cosas de otro planeta de los gringos o a la Llorona. Y, bueno, pues el caso es que no sé mucho de esas cosas ¿no? Yo nomás sabía que eso era cosa de otro mundo.
Por un momento pensé que ya me había muerto. Que a lo mejor ése era el cielo, o ya de a perdida el limbo. Luego me dije que si Dios era tan grande e iba a poner a todo el mundo en un solo sitio para que esperaran a ver toda su gloria, no lo haría en el de efe.
De algún modo tenía que saber en dónde estaba. La gente se me acercaba por todos lados con cara de espanto o de enojo y pensé que si les preguntaba lo que fuera me podía ir mal. Hasta llegué a pensar que ellos me debían de ver igual o peor a como los veía a ellos, pero la verdad es que ni me volteaban a ver.
Pensé en regresar a mi cuarto o a mi casa… o sea, a donde estaban mis papás. Di un paso y me acordé de cómo estaba la fábrica y pensé que lo demás podía estar peor.
Atravesé el parque sin saber qué hacer. Como cuando tienes un problema y esperas a que, de plano, se resuelva solo, pero ahora era peor. No sabía cómo eso podía resolverse solo.
Vi bancas despintadas y rotas, basura en el piso que a veces no podía o no quería entender qué cosas tenía, a parejitas y vagos dormidos en el pasto.
Crucé todo el parque y salí por Xochimilco. Me dieron ganas de regresar cuando vi otra vez los edificios y los coches. Ya pasaba del mediodía, y los cristales reflejaban al sol y me deslumbraban.
Nunca me habían asaltado ni me habían acorralado para pegarme entre muchos ni nada de eso. Nunca había experimentado tanto miedo, por eso no estaba seguro si lo que sentía podía ser ese tipo de miedo. Yo esperaba que no, porque me hacía sentir como si me pudiera pasar cualquier cosa.
Vi a una señora y a una niña pasar enfrente de mí. Otra vez iba a volver el grupo de gente que iba y venía por todas partes. Quería entrar de nuevo al parque. Había visto a unos policías a lado de una fuente. Más que policías les faltaba poco para ser soldados gringos vestidos de azul, pero sabía que hablaban español porque se escuchaba por todas partes, y aunque se me hacía muy escandaloso, según yo, era el mismo que yo hablaba. Donde sea que estuviera, la gente era más gritona, y a lo mejor hasta más rápida, fuerte y malintencionada que yo. A los policías  nomás les hablaba para preguntar dónde quedaba tal o cual lugar. Nunca había tenido una emergencia ni nada, pero la idea general es que suelen ser muy perros ¿no? Y claro que estos debían ser mucho peores. Pero pues, la verdad, buscar a los policías era un pretexto para alejarme de tantas personas.
Hacia el lugar de donde venía el gentío, había un policía bajito y gordo sentado bajo una carpa pequeñita mientras le boleaban los zapatos. Ahí fue cuando tuve más miedo. Ya no había ningún pretexto para regresar al parque. Se me empezó a ocurrir que no iba a ir a ningún lado si regresaba siempre al mismo sitio, y caminé hacia el policía. Ni siquiera me había acercado lo suficiente, cuando me llamó la atención un brillo que había a lo lejos.
Yo no sé la verdad si mucho de lo que he dicho es cierto. Si lo que vi volar fuera un avión. Si lo que pasa por las calles son coches o si ahorita estamos en un tren, pero cuando me acerqué y vi un partido de futbol mejor de lo que podía verlo en las gradas del estadio, supe que eso no podía ser otra cosa además de un televisor, un televisor bien chiquito, sin bocinas ni antenas ni patas y con la imagen a colores como en el cine.
Estuve allí parado viendo la pantalla un buen rato, como si en serio tuviera adentro a gente pequeñita. Solo entonces se me olvidó todo el miedo, y hasta se me olvidó que tenía hambre.
México metió un gol a España y la alegría de los que estaban en la pantalla se me hizo tan real que creo que también me uní a la porra, porque, cuando vi, el partido se cambió de pronto por unas señoras con las piernas descubiertas y un tipo que parecía señora sentados, sonriendo y platicando en una sala muy rara y colorida.
Volteé a ver qué había pasado. Me tapé la cara y poco faltó para que me agachara. Vi a un viejo gordo con un ladrillo gris en la mano y pensé que me lo iba a aventar por hacer escándalo, pero no. Nada más se me quedó viendo mientras apuntaba el ladrillo hacia el televisor.
¿A poco nomás por ver de a grapa su televisor me va a dar un ladrillazo? ¡N´ombre! ¡Ps ni que fuera para tanto! Pero pues creo que a la mera hora se arrepintió, porque guardó el ladrillo, me miró de a feo otra vez y se metió en su changarrito.
Ahora ya no había pantalla ni partido de futbol que me distrajera y vi bien en donde estaba. Era como una bodega pequeña, toda de azul. Había un montón de revistas de monitos paraditas de una en una para que se vieran. Otras estaban colgadas con ganchos de ropa.
Y en eso, que abro los ojos, como diciendo “¡en la madre!” ¡A huevo! ¡Los periódicos! Era lo primero que hubiera ido a buscar en vez de andar dando vueltas a lo menso en el parque. Había un montón de pilas enfrente de mí, y el periódico que estaba hasta arriba de cada montón era diferente del otro. Ganas no me faltaban para tomar cualquiera o muchos y echarme a la carrera, pero levanté la vista hacia le viejo. Estaba hablando con otro que llevaba unas tiras de tarjetas, pero me volteaba a ver de reojo, y con razón. De seguro pensaba que estaba bien tocado, motivos no le faltaban tampoco.
Me quise serenar un poquito, caminar  y ver las demás cosas que había, para disimularle tantito ¿no? Pero no dejaba de voltear a ver los periódicos. Ya por fin me decidí a agarrar uno y arriesgarme a lo que me fuera a hacer o a decir el viejo ése. Con tal de que hallara la fecha, y a lo mejor y el lugar también, ya estaba.
El viejo no me veía por darle unos billetes al otro tipo y me acerqué a los periódicos, agarré el de hasta arriba que tenía enfrente. Rápido leí de arriba abajo y de izquierda a derecha buscando meses y números desde donde tenía entendido que debían estar las fechas, el nombre del periódico o de dónde era. Y sí, no estaban muy lejos de la verdad y  tampoco me tardé en hallarla. Diciembre doce, dos mil trece.
Puta… a ver, a ver, a ver, a ver, a ver… ¡Va de nuez! Digo… esa no podía ser la fecha ¿verdad? A lo mejor… digo… a lo mejor y era diciembre… o sea… podía ser, pero ¿qué era eso de dos mil trece?
De nuevo revisé el periódico, no solo el encabezado, sino toda la primera plana. Vi el número de la edición de ese día, que seguíamos en el Distrito Federal y que era sábado. El encabezado decía no sé qué cosa sobre respuestas de Pemex, pero no hallé más fechas además de las que iban después de “el pasado viernes…”.
Después de la primera revisión empecé a sudar frío, y al final de la segunda sentí que los huevos se me hacían chiquitos chiquitos. Bajé el periódico y vi a mi alrededor, al vendedor pelón que me veía de reojo, al policía que se paraba de la silla del bolero, a los edificios, al parque y a los coches. Sí era el dos mil trece.
Lo creía, pero no lo creía. Bueno, digo… obvio lo creía porque lo tenía enfrente, o bueno… en todos lados. Digo que, literal no podía creer lo que veía, ¿me entiendes? ¿Cómo voy a creer que me brinqué sesenta y cuatro años? ¿En qué cabeza cabe? Uno se imagina cómo va a ser su vida en diez, quince años a lo mejor. Puede que no piense en el numerito ni en el mes ni en el día, pero pues sabe ¿no? Incluso puede que de pronto le dé por sentarse en una banca y pensar si va a tener hijos o cuándo. Digo, no lo he hecho, pero pues… puede ser ¿no? Lo que sí he hecho a veces es pensar en fechas cerradas: en los cincuenta, los sesenta. Incluso una vez en el dos mil, pero con todas las películas se me hacía muy fantasioso cómo la pintaban y ya después hasta pensé que la fecha era fantasiosa, aun cuando era obvio que iba a llegar. Eso era una cosa, ¿pero el dos mil trece? ¿A quién se le ocurre? Igual hubiera sido llegar al siete mil doscientos diecinueve.
Bajé el periódico despacio y creo que al mismo tiempo me estaba bajando el azúcar. Seguro me hubiera quedado ahí parado con el periódico en las manos y hubiera empezado a pensar, de no ser porque la figura del vendedor me llamó la atención. El tipo de las tarjetas ya no estaba y ahora el viejo había salido del puesto hacia mí. Traía cara de venir a regañarme porque allí no era biblioteca. De la nada se me figuró el tipo en la fábrica. Doblé el periódico y lo dejé encima del montón de donde lo tomé, asentí hacia el viejo y me fui sin escuchar ningún reclamo tras de mí.
Con  tal de ya no estar en el puesto de periódicos, por pura inercia di varios pasos como si supiera a dónde ir, luego volví a ver un montón de gente rara caminando para todos lados y me paré en seco. Vi hacia ambos lados de arriba abajo y todo seguía igual de extraño y pensé “qué bueno”. Digo, malo que siguiera cambiando y fuera más raro ¿verdad?
A esas alturas no sabía qué esperar, o dónde o cuándo. Empecé a sentir un hoyo en el estómago. Ahora que sabía justo en dónde y cuándo estaba, fue cuando más perdido me sentí. Tres minutos antes pude haberle pedido direcciones al policía, o al del puesto de periódicos o a los que estaban en la fábrica sin que me hubiera enterado de nada, ¿pero ahora? ¿a quién le iba a pedir ayuda? ¿a dónde se supone que quería llegar?
Recordé al tipo rubio que se me cruzó en la recepción del edificio y pensé en que a estas alturas mi departamento ya no sería mi departamento, si acaso el edificio seguía entero y seguía siendo lo que era antes.
Hasta entonces no me había puesto a pensar en las personas de mi época, más bien las sentía… ¿cómo es? ¿inconsciente? Pues creo que de manera inconsciente sabía que nadie que conociera estaba ni siquiera cerca de mí. Los sentía lejos, pues. Como el viento que sopla hacia ti y se va de pronto, sin que te des cuenta, a menos de que estés pensando en eso justamente. Entendí de pronto que de seguro todos ya estaban muertos.
Sentí un vacío, como de hambre, pero me tocó muy hondo. Ahora iba en serio: estaba bien perdido y no tenía idea de a dónde irme. Las personas caminaban como si quisieran correr. Volvió a llamarme la atención lo rápido que iban loa coches y cómo no dejaban de pasar. Ahí no podía esperar a que pasara un coche y caminar hasta el otro lado. Ni corriendo llegaría.
Todo esto me gustaba y distrajo, hasta que me di cuenta otra vez de la gente. Más gente que coches. Más lentos que los coches. ¿Por qué tanta gente, chingá?
Y entonces, atrás de la gente y de los coches, pasó el tren naranja.
¿Sabes? Todavía no estoy seguro de cómo ha de funcionar esta cosa. Lo que sí, va rápido. Y, ya sabrás, gente había mucha, con ver un coche parecía que ya habías visto todos. Lo interesante era ver qué pedo con ese tren.
Otro tren pasó enfrente de donde estaba y se me ocurrió que para llegar tenía que pasar a la gente y cruzar corriendo entre los coches.
Sin que me diera cuenta, ya estaba parado con los pies colgando en la banqueta. Cada que pasaba un coche me ponía a temblar y me echaba para atrás. Eran  tantos e iban tan rápido que no hallaba un hueco lo bastante grande como para echarme a correr.
Seguí con la mirada a una moto y vi que en la esquina había un puente enorme y muy alto que llevaba hasta la calle de enfrente. Otro coche pasó y otra vez me dieron ñáñaras. Fui a cruzar el puente.
Ahora que lo pienso, de no haberme quedado viendo el puentezote, me hubiera dado tiempo de cruzar. Ya qué.
Subí los escalones del puente, pero éramos tantos los que subíamos que casi casi era como estar esperando en una fila. Los coches pasaban debajo y el puente vibraba y empecé a sentir un hormigueo, espero que más por emoción que por miedo. A lo mejor creía que faltaba poco para que el puente se partiera en dos.
Llegué hasta el otro lado y empecé a bajar rápido, esquivando a señoras con sus chamacos y a ruquitos. Veía las vías pero no pasaba ningún tren. No veía por ningún lado taquilla o sala de espera ni nada, nada más un poste con un letrero azul que tenía dibujado algo… no sabía si un puente, una pared o qué, y otro con una flecha que apuntaba hacia abajo. Me acerqué y vi unas escaleras. Era como un sótano en la calle o algo. Los escalones doblaban a un lado y desde donde estaba, en parte por la luz de afuera y también por unos focos cuadrados de luz blanca, vi que se podía bajar más, pero no sabía si después de ese tramo habría luz.
No había perdido el miedo, pero creo que tanta gente me inspiró confianza de pronto. Bajaban los escalones, doblaban en la esquina y seguían sin pararse. Pasaron hombres, unos niños de la mano con su mamá, un muchacho más joven que yo y dos muchachas bonitas y me animé a seguirlos.
Bajé dos escalones cuando alguien me tocó la espalda. Me di la vuelta como para soltar un golpe pero solo vi a un montón de gente que no paraba de bajar. Una gorda que subía con una bolsa de mandado me dio con el hombro mientras subía, y bajé rápido.
Cuando se acabaron los escalones, llegué a una como sala con muchos pasillos que se perdían de vista. Las paredes eran lisas y blancas con unos carteles raros y con muchos colores. El piso tenía baldosas entre blancas y rosas con puntos negros que al principio confundí con aserrín y quise limpiar arrastrando la suela del zapato.
Había changarros, y también mantas extendidas en el piso llenas de cosas, con personas que llamaban a gritos a los que pasaban. Vi que una de las muchachas bonitas que había bajado estaba ahora haciendo fila. Como a esas alturas todo daba igual de miedo, quise acercarme y preguntarle lo que fuera, pero en eso, algo como una trompeta desafinada se escuchó en todas partes, muy fuerte. Que volteo, y así  como lo había visto antes, así apareció el tren, como un borrón naranja, que cada vez iba más lento, hasta que se paró, hizo ruido como el ferrocarril y un montón de puertas en los vagones se abrieron… hacia los costados. Se oyó otra vez la trompeta oxidada, las puertas se cerraron, el tren aceleró de nuevo y se fue.
Me acerqué a una barda de metal para ver cómo se iba el tren, como viendo animales en Chapultepec.
Ni un minuto pasó cuando otro tren llegó, y luego de ese, otro minuto y pasó otro, y luego otro sin pasajeros. A esa velocidad, seguro se iban a ir todos los trenes y me iba a quedar con las ganas de ver lo que era viajar en él.
Busqué la entrada. Había filas de personas entrando por un lado y saliendo por el otro, pasando por torniquetes. Me puse hasta atrás de la fila de los que entraban y conté cuántos faltaban antes de mí, pero iban tan rápido que perdí la cuenta.
Ya casi me tocaba y sentí ñañaras. Por fin pasó el último tipo frente a mí. Di dos pasos hacia enfrente, rápido y muy confiado, pero el condenado tubo no se movió y me golpeó en la boca del estómago. Me quedé colgando, queriendo escupir bilis hasta que sentí una mano sobre la espalda que me ayudaba a pararme. Le vi la cara a un policía que sí parecía más policía que soldado, porque estaba gordo y bigotón. Escuché voces de gente y chiflidos atrás, sentí otra mano en la espalda mientras el policía hacía señas que acallaron el barullo, luego se me acercó y me habló con voz entrecortada, como disuelta, algo como: “Chavo… ¿y tu boleto chavo…? ¡Pásenme el boleto deste buey” y a los de atrás que decían “¡Ya pásenlo!” o algo así.
Al policía se le acabó la paciencia, tronó la boca, me dio un empujón en el hombro y fue a recargarse sobre la barda de metal. Me le quedé viendo como dándole oportunidad de que regresara a ayudar, pero entonces sentí que me empujaban. El tipo de atrás gritó “¡Chingada madre…!”, metió un boleto blanco en una ranura y pasó al otro lado.
Me quedé viendo a los otros que avanzaban y hacían lo mismo. Pasaban y pasaban. Escuché otro tren, lo vi partir y sentí cómo se me iba la esperanza también. Se veía que esos boletos no se regalaban, ni podían valer menos de tres pesos.
Me acordé que no traía dinero ni para comer. Casi con tristeza, busqué en la bolsa del pantalón y vi que apenas hacía seis pesos en monedas de cincuenta, diez, uno y dos. En algunas veía el águila y en otras, una cara. Sobre las cabezas de unas personas formadas, con esa letra rara, decía en mayúsculas “taquilla”. Una señora se puso frente a la ventanilla, sacó un billete rosa y luego salió de la fila.
Miré mis monedas de bronce casi negro, con caras y águilas y otra vez sentí miedo, porque se me ocurrió que a lo mejor ya no se hacían las monedas que siempre había usado hasta entonces. A lo mejor y se habían dejado de usar las monedas de cualquier tipo y ahora todo se movía con billetes rosas.
No me quedaba de otra más que ir a formarme enfrente de la taquilla y rezar, rezar de a de veras para que, aunque fuera una sola vez, hubiera tan siquiera algo que no hubiera cambiado en sesenta años.
Me llegó una voz, de esas que primero suenan muy lejos. Como que no quise oírla, pero entonces me acordé que la última vez que hice algo así, el tren naranja por poco y me mata. Ahora que lo tenía tan cerca, eso podía ser más fácil.
Me pareció que la voz había dicho “¿lo paso?”, y la busqué a mi alrededor. Pensé que podía ser cualquiera, hasta que sentí toquecitos sobre mi hombro.
– Oiga, joven ¿quiere que lo pase?
Era un viejo. No se me ocurrió entonces, pero después de calcular y ver que entre mil novecientos treinta y tres y el dos mil trece había ochenta años, supe que yo mismo podía ser ese viejito bien vestido.
En el momento en que me habló no supe decir lo que sentí, o lo que se me ocurrió muy en el fondo, pero ahí estuvo esa sensación y se quedó un buen rato. No reaccioné como hubiera querido, pero aún con la inquietud, el instinto no me hizo olvidar que estaba corto de opciones y no había que desperdiciarlas cuando se presentaban, mucho menos si era la primera vez que una lo hacía con gentileza y viéndome a los ojos.
Pude haberle dicho que las monedas que quizás él guardaría en un baúl de los recuerdos en cincuenta años, las llevaba ahora en la bolsa del pantalón, pero solo bajé la mirada cuando estuve a su lado y le dije gracias.
La incertidumbre o quizás la desconfianza no abandonó los ojos del viejo en ningún momento. Sacó una cartera marrón, seguramente de cuero, y muy desgastada. Estuve atento, para ver qué caras tendría el dinero en el futuro.
Esperaba ver cualquier cosa, pero no la tarjeta amarilla que el hombre extrajo y pasó sobre una placa que de inmediato soltó un pitido parecido al del tren, pero más corto y callado, al tiempo que se encendía una lucecita verde.
Mira que enterarte de que las monedas, los billetes, el cambio y todas esas cosas ya no existen. Supongo que crucé las barras con algo de temor, pero cuando estuve del otro lado y miré hacia el policía, las filas y la taquilla, sentí como si dos pasos me hubieran llevado a un lugar diferente del que estaba antes.
Vi pasar los últimos vagones del tren naranja, se perdieron de vista, y sonreí, así, de la nada.
Empecé a caminar lento, como flotando. Creí escuchar al viejo tras de mí, gritando un poco más alto cada vez, luego, su voz se empezó a apagar con cada paso que daba. Me di la vuelta, pero ya no lo vi. Todo había vuelto a cambiar de pronto.
Y ya no me importó saber si iba a volver a mi casa en el tiempo correcto, o qué iba a ser de mi vida si me quedaba en el futuro. Solo sabía que había sido un día duro, me quedaba un único objetivo y estaba a punto de alcanzarlo.
El tren se había detenido mientras caminaba hacia él. Sus puertas se abrieron y no tuve que detenerme antes de entrar. Brinqué cuando las éstas se cerraron atrás de mí. Pensé que si no estabas atento, hasta te podían cortar un brazo o una pierna.
Se me movió el piso de pronto. Quise clavar los pies, pero me estampé en un tubo de metal, lo agarré bien fuerte y pude sentir que nos movíamos muy rápido.
Ora que lo pienso, creo que me quedé un rato así, abrazado al tubo y viendo para abajo, y cuando alcé la vista…
Una vez subí a un tren que iba a Guadalajara. Pensé que ese vagón se parecía a ese en el que estaba ahora, pero para ser sinceros, no me acuerdo muy bien. Creo que antes de hoy sí me acordaba, pero ahora, la imagen de este vagón tapa a la otra, y ya no veo bien en qué se diferenciaban. El color, los asientos, las ventanas… y la gente, seguro. A lo mejor ni se parecen esos vagones en nada. A lo mejor y me dije a mi mismo que se parecían así como me agarré de ese tubo, para que no me cayera. A lo mejor y ya empiezo a creer que los vagones son como estos que veo, y no como esos que una vez conocí. No sé, no sé. Mejor ni pensar en eso.
La gente de allí me provocaba tan poca confianza como toda la que había visto hasta entonces. Lo bueno fue que allí parecía haber mucha menos. Quizá porque el vagón era muy grande o porque de verdad no había casi nadie.
Había un lugar vacío y nadie alrededor, y allí me senté. Ya después, si alguien se sentaba a mi lado, me levantaba y buscaba otro lugar donde no hubiera tantas personas, y si no había, me quedaba de pie, recargado en las puertas que no se abrían.
En una de esas, las puertas en las que me recargué se abrieron y sentí que se me trepaba el corazón. Desde entonces, siempre que el tren se paraba, me quitaba de las puertas y veía para atrás. A veces se abrían, otras veces no, y otras, se abrían las por los dos lados.
Había veces que el vagón se llenaba tanto, que terminábamos todos apretados. Entonces salía y veía si los otros vagones estaban igual, y esperaba en el andén, de pie, hasta que llegara uno sin tanta gente. Creo que era el único que lo hacía, y había quienes me veían raro, así como me veías tú hace rato, no sé si por estar ahí parado, o por cómo me vestía. A lo mejor y saben darse cuenta de quién no es de aquí. Total que, cuando podía, me sentaba en el lugar junto a la ventana.
A veces no veía nada más que las paredes de los túneles por los que pasábamos. Otras, veía cómo pasaban rápidos los coches, las calles, los edificios, la gente y hasta las nubes. Adentro, la gente subía y bajaba sin que me fijara en nadie en especial, casi sin que me diera cuenta. De pronto veía carteles, rajaduras y pintarrajeadas que antes no estaban. Eran de esas veces en que el tiempo se movía rápido, así como se había movido en todo el día. Todo cambiaba mientras estaba con la frente recargada en la ventana.
Todos los vagones tenían esos dibujos, y me tuve que esforzar para entender lo que decían. Tacuba, Colegio Militar, Hidalgo, Bellas Artes, Zócalo. Ya no sabía si los nombres que no conocía, no los conocía porque eran nuevos, o porque no los conocía en mis tiempos, pero me daba gusto descifrar las palabras raras esas y ver que había cosas familiares y que todavía seguían allí.
Y así he estado. Viajando de estación en estación. Vi un mapa muy grande en una de ellas. Había más de un camino por el que iban los trenes. También vi que no se llamaban “trenes” sino “metro”. Sistema de Transporte Colectivo Metro. Me di cuenta que podía ir y venir a distintos lugares y que no me iban a cobrar nada.
Las cosas siguen cambiando a mi alrededor con cada paso que doy, aunque nunca estoy seguro de cómo, por eso también dejé de preguntármelo. Dejé de pensar en cuanto iban a durar los cambios y a qué año había llegado. De alguna forma sentía, o quería sentir, que me estaba acostumbrando. Ya hasta me quedaba sentado cuando estaba rodeado de personas.
Ahí fue cuando te vi.