una
continuación a El guardagujas de Juan
José Arreola
(fragmento)
Tuve la certeza de que
volvería a ver al guardagujas –o lo que quedara de él– cuando se dispersara el
humo de la fumarola, entre las barras de acero de la parrilla del tren. Sin
embargo, lo que vi fue la luz rojiza de la linterna, en el costado de una punta
circular de metal brillante, tras la cual apareció el resto del magnífico tren
con pinta de cohete horizontal.
También estaba seguro de que lo último que iba a escuchar
por parte del guardagujas sería un grito barrido por la locomotora, pero de eso
nada. Sonó un chirrido de metales y el tren se detuvo, luego la puerta se
desplazó a un lado en el interior del tren, tres escalones se extendieron sobre
el andén y la voz del guardagujas dijo:
– Desplazzio les da la bienvenida. La cortesía entre los
usuarios es pertinente para una interacción saludable que haga que su rutina
sea lo más cómoda posible. Por favor espere a que los usuarios desciendan del
vehículo antes de abordar. Gracias.
En ese momento no pude preguntarme nada. Había esperado
mucho tiempo en la estación desierta y nada valía más la pena que verse rodeado
de la actividad de la gente, aunque fuera por un breve instante. Me hice a un
lado y esperé recargado en el tren y con la vista fija en los múltiples tríos
de escalones desplegados a lo largo del andén. Después de unos segundos, la voz
del guardagujas resonó en el vació una vez más:
– En caso de que no haya usuarios que deseen abandonar el
vehículo en esta estación, quienes deseen abordar, por favor, háganlo ahora en
cualquiera de las puertas abiertas disponibles. Gracias.
Tan pronto como desapareció el eco de la voz del
guardagujas en el desierto, me llenaron por igual el miedo a la soledad y a ver
partir el tren. Pasé los escalones de un salto y ya adentro, la puerta se
cerró. Para cuando me di la vuelta, la persona que la cerró ya se había ido.
Lo primero que noté al caminar hacia el pasillo fue que
era inmenso. La imagen del cohete caído volvió a medida que descubría que era
la primera vez que veía un tren sin vagones.
– Pedimos a los usuarios que tomen asiento en el lugar
marcado en su boleto –dijo el guardagujas sin que pudiera verlo–. De ser
posible, abroche su cinturón de seguridad. En breve nos pondremos en marcha.
Gracias.
Caminé por el pasillo infinito sin encontrar mi lugar
cuando escuché el escape de humo comprimido de una fumarola. Imaginé lo que
podía pasarle a los astronautas que no abrochan su cinturón a la hora del
despegue y me senté en el lugar que me quedaba más cerca.
Era por mucho el asiento de transporte público más cómodo
en el que me había sentado nunca. Sin quitarme el cinturón de seguridad, apenas
levantándome a medias para ver alrededor, me di cuenta de que ningún guardia
había cortado mi boleto al entrar, y el tren se había detenido un instante
después de que la punta de metal pasara frente a mí. A unos diez metros frente
a mí se veía la única división en todo el tren, resguardada por una puerta sin
ventanas. Ahí era en donde debía estar el conductor.
No cabía duda de que, debido a un descuido por parte de
la seguridad del tren, había terminado en primera clase. Hasta donde alcanzaba
la vista, todos los asientos eran mullidos sillones en los que habrían cabido
cuatro hombres corpulentos. En cada sección, tres de ellos rodeaban una mesa de
madera. A simple vista quedaba claro que no estaban ahí para otra cosa que no
fuera servir tres magníficos banquetes al día sobre ellas. Cada diez metros a
lo largo del pasillo colgaba una lámpara de araña que bañaba todo con luz
eléctrica dorada, de manera que las barras suspendidas cerca del techo, los
remaches de las paredes alfombradas, y todo lo que pudiera brillar, aparentaba
ser oro.